martes, 23 de abril de 2013

Programa SF 63 - Jorge Bernetti & Martin Rodriguez - 20 de Abril de 2013


Cacerolas en estado de show. 
por Mariana Moyano
Editorial Sintonia Fina del 20 de abril 2013

“Quiero un cacerolazo que se oiga en el mundo” fue la frase exacta. En el oído nuestro, acostumbrado a un hablar más duro, más cortante, con menos cadencia y a veces más helado, pesa más el modo y la tonada caribeña y puede hacer que suene a canción, a trova o a canturreo. Pero atrás de la afirmación coreadita había un gesto, furia, una historia personal, un recorrido político, contexto y aliados. Y eso condiciona. Determina, si me permiten las burdas traducciones del Carlos Marx original.

Así, con la práctica de desmalezar y quitar capas de sentido al acontecimiento ya hecha costumbre, estamos en condiciones de correr las intermediaciones y ver que en esa arenga hubo alguito de súplica, un poco de exigencia y mucho de amenaza.

Henrique Capriles Radonsky es peligroso porque no es sonso. Es un ricachón gobernador con muchos de los tics de la derecha latinoamericana. Pero sabe lo que hace y, con la potencia que otorga usar la fuerza ajena para amainar la debilidad propia, supo ser -desde el antichavismo- una opción incluso para los que querían en vida al Comandante.

A su comando lo bautizó Simón Bolívar y tuvo la astucia de empujar a Nicolás Maduro a un discurso menos permisivo y más ideológico. Está visto que con ese señor no se embroma. Tiene talento, es pícaro y ha construido espalda política absorbiendo el poder del imperio sin contaminarse demasiado de la torpeza propia de todos los emporios.

Ese es parte del problema de las cacerolas: algunas pueden no ser burdas y cuando hacen del simplismo bandera, construyen un sentido tan, pero tan perverso, que se vuelve el común.

Es tan sencillo, simple y veloz lo que exigen, que no concederlo parece capricho, inoperancia o incapacidad. Porque la demanda de la olla va en la misma línea del spot televisivo, del slogan publicitario, del título periodístico. Pide política fast food y no interroga, ni se interroga, acerca de cómo, cuándo y por qué será posible, o no, lograr eso que se pretende. No se pregunta qué implica una u otra decisión, ni quiénes están detrás o se comen las consecuencias de ir hacia uno u otro lado.

La superficialidad de ciertas demandas del ruido a lata explica por sí misma por qué ellas no sonaban durante el menemato, y las razones por las cuales aquel régimen no sólo contemplaba sino que contenía y daba respuesta inmediata a lo que hoy es exigencia caceroluda.

Aquella segunda década infame fue entrega por parte de los gerenciadores del Estado, pero sobre todo fue complicidad civil. Porque no hizo falta durante esos años ni demasiado palo, ni demasiado golpe ni demasiada cárcel para llevar adelante el plan. Bastó dólar barato, una copia del “déme dos” sin uniforme y el fantasma de la hiper para lograr consenso.

Así son los neoliberalismos astutos: enseñan a vivir el hoy sin espejo retrovisor y sin asomarse hacia delante para, al menos, sospechar cómo será el abismo que nos espera cuando se enciendan las luces y llegue el fin de fiesta. Así son los conservadurismos populares. Así son la mayoría de las cacerolas. Así es la derecha.

“Eh, pará”, escucho que me gritan, “yo salí a protestar en el 2001 y no tengo nada que ver con estos golpistas”. Y no faltará quien me lance el Exocet: “Mirá que yo le di al tachito en 1996, contra el turco, eh”.

Si, claro. Ni uno está habilitado a dudar de las intenciones personales e individuales de los del batifondo que se cargaron a Cavallo y De la Rúa, ni hay permiso para afirmar tan impunemente que los del jueves 18 (prefiero esta fórmula a la tan agringada 18A) eran todos proto fascistas.

Pero, ¿saben qué? Se los confieso: a mí el tintineo del cucharón contra el metal siempre me dio aprensión.

Quizás sea menos por algún sesudo análisis político, que por prejuicio y cierta desconfianza. Aceptado.

Pero siempre hubo algo en ese tilín tilín que me provocó tirria. Debe ser que ya estaba formateada y que el sonido agudo se aparece como contracara de ese sonido grave del bombo que siempre sonó a queja o a festejo, pero popular y organizado.

El asunto es que esas ollitas tienen un bautismo, literalmente, de fuego, y no es otro que el clima de profunda desestabilización que durante tres años padeció Salvador Allende en Chile. El ruido bajaba de los barrios más acomodados y la furia de éstos, los más pudientes, radicaba en la oposición a las restricciones a empresas, a algunas expropiaciones y al impedimento para acceder a esos bienes que tan claramente marcan la diferencia entre alacenas ricas y las que arañan apenas lo suficiente.

Se puede resignificar. Si, si. Todo. Bueno, casi todo. Casi.

Porque hay acontecimientos, gestos, modos, símbolos que poseen un tufillo tan intenso que aunque se les haga chapa y pintura, apenas uno descascare, encuentra la punta del ovillo. Hay costumbres a las que se les ve el núcleo, que tienen el hueso a la vista. Y no hay que darle demasiada vuelta: el bombo se escucha peronista, el puño es estandarte de la izquierda y la cacerola… la cacerola viene por derecha. Y me animo. Y lo digo. Y disculpen los buenos modales, mi modo talibán.

Hay un “dilema enredado y a examinar”, decía el más que nunca necesario Nicolás Casullo, cuando “la derecha no pretende ser un partido desde sus antiguas prosapias o buscar un nuevo traje que la delate”. Esa derecha es “desde hace años, activa, de avanzada”, agregaba en el mismo texto.

Y me animo a aportarle así, de caradura, al gran Nicolás, que hoy parte de esta derecha no quiere tener ni partido, ni prosapia, ni figura, ni traje. Más sencillo y a mano tendrá su objetivo desestabilizador si no canaliza.

Con un Capriles, el asunto se pone a cara descubierta, mano a mano a fuerza de democracia republicana. Exposición y sometimiento al escarnio popular.

Con un ambiente denso y brumoso donde las formas no terminan ni de definirse ni de distinguirse, el tropiezo gubernamental no sólo les es posible, sino que se evitan sacrificar a algún autor intelectual al que le cobren luego la sanción.

“La derecha constituye un armado modernizante desde una opinión pública mediática expandida diariamente”, continuaba el texto del gran intelectual ausente. “Configura el reacomodamiento de un tardo capitalismo, camino hacia otro estado de masas, incluidos amplios segmentos progresistas conservadurizados. Lo mediático es hoy su gran operador: el espíritu de época encarnado. Derecha como Sociedad Cultural que nos cuenta el itinerario de los procesos. Que coloca los referentes y las figuras, y decide cómo encuadrar lo que se tiene que ver y lo que no se tiene que ver. La derecha es la disolvencia de lugares y memorias. Es un relato estrábico, como política despolitizadora a golpes de primeros planos y títulos sobreimpresos”.

Podemos acusar. Pero es la mirada de mínima, es chiquita, es mediocre, es estrecha. Se queda paralizada y congela acontecimientos. Se estanca en un resultado, en una protesta, en un país, en un dirigente, en un candidato, en un periodista, en una cobertura, incluso en una agresión. Y suspende. Y entrampa. Y nos entrampa.

Ojo de pez al momento histórico. Panorámica al pensamiento.

Hay que estar atento, colar la hendija, pero también saber correrse a tiempo. Porque la derecha que cacerolea, también edita. Ella es, al mismo tiempo, creadora y partera del hecho. Se retroalimenta con el acontecimiento que concibió junto a esa calle que pretende ser anónima y mantenerse a salvo del barro de lo político. Pone letra, consigna y argumento. Esconde la mano y oculta la piedra. Luego tritura desde la pantalla y nos subsume a todos en la experiencia de ser platea, y mientras acorta o agranda el plano va legitimando y legalizando palabras, actos y comportamientos.

No es Capriles, no es Macri, no es Pando, no es Donda, no es Carrió y claramente no es Lanata. Errar el diagnóstico es entrar en estado de shock. Confundir la respuesta, inevitablemente, es hundirse en el estado de show.

“Discutir la derecha es debatir, en principio, no un partido ni una figura. Es desollar una cultura” completa. *

lunes, 15 de abril de 2013

Programa SF 62 - Claudio Villarruel & Bernarda Llorente - 13 de Abril de 2013


¿Gritar más fuerte?  
por Mariana Moyano 
Editorial Sintonía Fina del 13 de abril 2013
Hay algunos que tienen ese poder. Lo construyen, lo elaboran, lo lanzan, lo machacan y se instala. Se queda, sedimenta, se comenta y es. Es lo cierto; la verdad. No hay hendija ni relatividades. Hecho consumado. Existencia absoluta. Eficacia y efectividad. Son rotundos. No dejan margen ni para la pregunta. 
¿Quién posee esa capacidad de alojarse en la cabeza ajena como pensamiento personal? ¿Quién logra levantar la barrera que divide intereses del otro de objetivos propios y apostarse como dueños de casa en terreno adverso? ¿Quién ostenta el talento de inocular sentido y asentar como general lo que apenas es un mezquino deseo privado? ¿El que grita más fuerte? ¿El que taladra? ¿El que más veces repite?
Estos fueron, literal y metafóricamente, días de desborde. Brotó agua de donde nadie esperaba y brotaron, de bocas habituales, adjetivos inesperados. Y, como es lógico, luego de surcar jornadas de adrenalina extrema uno queda tocado, mareado, golpeado, dolido. Y quizás sea por ese agotamiento que el borrón y cuenta nueva aparece como una opción bien a mano, cercana y hasta lógica. Luego del exceso uno quiere la cancelación.
Pero así como la humedad se acuartela como huella testaruda de la catástrofe, los resabios de los alaridos quedan retumbando. Y los dos, lo mojado y el insulto se parapetan como telón que impide ver el detrás, lo otro, el costado, el margen, la grieta.
Por la fuerza del tronar del grito ajeno y por traspié y debilidad propia algo se oculta, se tapa, se borra y el centro se licua. Lo cosmético, el adorno se apodera de la escena y el nudo, el centro, el núcleo vuelve transformado en anécdota.
Ahí los centros de operaciones mediáticos limando cada lazo reconstruido. Ahí el Estado en un intento denodado por quitarse los grilletes que lo atan a todo el sentido común de la cultura neoliberal.
La pechera quedó en primer plano porque se le dio oportunidad y los dimes y diretes sobre las identidades políticas logotipeadas barrieron de un sopapo la acción de un Estado que (parece que) llegó, que (parece que) pudo, que (parece que) cumplió.
Es el blanco predilecto, es el adversario preferido. Es al que hay que aniquilar, desvirtuar, deslegitimar. Porque es el que puede, porque es el que tiene. El que posee espalda, el que se puede erguir.
Se espantaron porque pronosticaron venganza. Pero les molestaba la posibilidad de justicia y sanción. Gruñeron por la plata de los jubilados. Pero se horrorizaban ante la sola idea de la recuperación.
Les cayeron con el mote de “la caja a las reservas”. Pero, en realidad, no soportaban una creciente capacidad de autonomía.
Chillaron por el desenganche del mundo ante el pago de una deuda. Pero la herida la sentían en el certificado de defunción de la esclavitud financiera.
Se mostraron aterrados por la censura que, decían, se venía. Pero el frío les corría por la espalda porque el grandote se ponía de pie y empezaba a tener capacidad de intervención.
Y una resolución y una ley y una tarjeta de crédito les molestan casi de igual modo porque sufren por la plata, pero más les duele que los borren como autores, dueños y gerenciadores de los modos, formas y costumbres de construcción de un país.
Y por eso gritan. Y por eso aúllan. Y por eso claman. Y por eso ocultan. Y por eso esconden. Y por eso velan. Y por eso celan.
Alharaca ajena. Titubeo propio. Y los fuegos de artificio taparon lo real del incendio.
¿Fue porque hay algunos que tienen ese poder? ¿Porque lo construyen, lo elaboran, lo lanzan, lo machacan y, así, entonces, se instala?
¿Qué poseen que adquieren esa capacidad de alojarse en la cabeza ajena como pensamiento personal? ¿Qué tienen que logran levantar la barrera que divide intereses de otro de objetivos propios y apostarse como dueños de casa en terreno adverso? ¿De qué gozan que ostentan el talento de inocular sentido y asentar como general lo que apenas es un mezquino deseo privado? ¿Es que gritan más fuerte? ¿Es que taladran? ¿Es que lo repiten más veces?
El agua perdió su cauce, pero también se desvió el debate. Por alharaca ajena, pero también por titubeo propio. Y los fuegos de artificio taparon lo más real del incendio.
Se habla de la batalla cultural como quien oye llover cuando no hay riesgo. Pero repetirlo y no ejercerlo es empalagar con argumento vacío, es restarle poder de fuego al arma más elaborada, es aceptar que se presume de lo que se carece.
Dar ese combate es reconocer el terreno y la herramienta hostil; registrar que lo vestido de inocuo es lo que hiere profundo y comprender que jugar con instrumentos y mecanismos del adversario es más parte de la derrota que del inicio del triunfo.
Hay eficacia de patas cortas y hay eficiencia de corto alcance. Y ni gritar más fuerte, ni taladrar con creces ni repetir más veces irá al nudo en la ofensiva. Es vuelo rasante; es recorrido superficial.
Desenmascarar la lógica dominante es señalar con el dedo, pero más que nada, es mostrar el operativo, echar luz en el mecanismo, descomponerles la trampa. Y no permitirles que un error propio les permita generar los anticuerpos.
Quieren que sople viento fuerte, viento en contra. Por eso, parapetarse, erguirse, resistir, pero sobre todo, no perder de vista que al hueso del problema no se va con instrumento ajeno sino con la creatividad y la originalidad del obligatorio nuevo modo de contar.


martes, 9 de abril de 2013

Programa SF 61 - Hector Recalde - 6 de Abril de 2013


Desbordados
Por Mariana Moyano 
Editorial Sintonía Fina. 6 de Abril de 2013

Cuando se va, deja mugre, kilos, toneladas de desperdicio. Así es el agua cuando corre con furia. No discrimina. Ella sí que embiste; ella sí que arrasa. Se la ve llegar y ese es el durante de la pura desesperación, del temblequeo en el cuerpo y de los giros en falso, de los cuales sólo nos saca la ayuda inestimable de una cabeza bien fría.
Se la ve, luego, detenerse. Y ese es el después del ensañamiento, cuando ver lo que pasó nos lleva sin filtro al efecto de la devastación. Se la ve irse, de a poco porque ella se toma su tiempo. Se queda un rato largo para pavonear su poder y mostrar y demostrar su capacidad de daño.
Y es ahí, exactamente ahí, el instante preciso en el cual se inicia el proceso de asumir tanto lo que pasó, a quienes les pasó, como la responsabilidad de los que hicieron, de los que no hicieron y de los que ahora lo único que tienen permitido es hacer.
Todo ser humano de bien se encuentra por estos días atravesado por y atravesando la desesperación, la devastación y la espera. El que está aún mojado, porque todavía no sabe cómo hará para salir adelante; y el que no fue salpicado, porque tiene la obligación ética de estremecerse ante el baldazo de agua fría que implica este incalculable e indescriptible padecimiento de un hermano.
Te desborda. El agua es así. Y cuando arrastra trae consigo desechos, inmundicia, basura. Pero en algo se parecen el agua sucia y la limpia: las dos, cada una a su manera, luego de actuar, dejan lo auténtico y estructural a la vista. Una, porque traslada y junta en un solo sitio todo lo hediondo y lo hace, finalmente, evidente. La otra, porque lava lo cosmético y hace patente la impudicia, lo obsceno, lo inmundo.
El agua amontonó lavarropas, autos, televisores y ropa que ya había arruinado y apiló también dolor y sufrimiento por las pérdidas humanas. Pero acopió también la impotencia y la consternación de un interrogante difícil de responder: cómo hacer para empezar – muchos no por primera vez- de nuevo. Todo yace ahí ahora y se levanta en el exacto centro de la coyuntura nacional bajo la intensidad de una formidable luz.
Y hay tanta claridad encima que a veces nos enceguece y no nos permite distinguir con facilidad. Pero algo se ve. Se ve cómo los capturadotes históricos de la palabra pública, esos dueños y distribuidores de la posibilidad de propalación de la voz popular, le pretenden arrancar al Estado la potestad del cobijo, del consuelo y de la contención.
Reflector a todo trapo, conductor estrella devenido cronista, munido de escenográfica campera y zapatos de goma, se acuclilla para escuchar con cara de circunstancia a la vecina abatida, esa misma mujer -casi siempre morocha- a la que días antes acusó de embarazarse para cobrar asignaciones y a cuyo marido señaló con el dedo –a veces, otros incluso le apuntaron con otra cosa- porque se trataba del típico vago que vive de los planes y que como no quiere trabajar, sale a afanar a los barrios que habita este reflexivo periodista.
Son gestos. Y viene bien a cuento la cuestión porque de eso se habló estas últimas semanas. ¿Pero que es una seña que no viene acompañada de la decisión política que le tuerce el brazo al destino prefijado por la naturaleza o por décadas de distribución injusta? Una mueca, una pantomima y, para quien mira bien y ajusta el ojo, un papelón.
La seña cobra cuerpo cuando atrás de ella viene la acción. La presidenta lo sabe y se puso a prueba a sí misma y a todo su proyecto. Desafió, a lo K. Se calzó las botas de lluvia y con mucha autoridad y poca custodia, se escurrió entre ese pueblo aún mojado y con ojos húmedos ante tanta adversidad.
Un aprovechador serial, el mismo para el cual la causa de las dos muertes de Puente Pueyrredón había sido la crisis, se posó sobre aspecto, al menos, extraño. Todos estábamos, como mínimo, estremecidos por el agua. Sin embargo, él no se pronunció sobre eso sino sobre “la distancia helada que la Presidenta establece con el dolor y el sufrimiento ajenos”. Y fue por más y disparó: “Ningún funcionario de alto rango (estuvo) metido con los dos pies en el agua”.
La realidad, como suele hacer, con esa costumbre que le es tan propia, se le presentó, incluso a él, toda de golpe y de un sacudón le mostró cómo eso real a lo cual él dice referirse, no encaja en la cuadrícula de los caprichos editoriales. Y a él le pasó lo mismo que al resto: aunque sin mojarlo, a él también lo tapó el agua,
La nota era un engranaje más de la gran maquinaria mediática a la que se le nota la hipocresía aunque la disfrace de legítima indignación ciudadana. El grito en el cielo era, esta vez, por lo que ellos leían como gestos de “politiquería”.
Pero la actuación fue, nuevamente, burda. Y se les notó: en el apurón de salir a esmerilar al Estado, su blanco favorito, no se dieron cuenta de que sus argumentos fueron excesivamente parecidos a una caricatura de ellos mismos. “Politiquería”, esgrimieron y pusieron tal cara de asco fingida que se parecieron a esas señoras y señores bien, cuyo máximo nivel de elaboración intelectual es el razonamiento que cuestiona a quienes confunden libertad con libertinaje.
Pero como fue tan obvio, no hubo que escudriñar ni escarbar demasiado para advertir que esa crítica frívola no era otra cosa que la antesala del discurso antipolítica. Por eso la lágrima fácil, la supuesta indignación frente a la ayuda oficial que no llega, la queja del mal hacer de los funcionarios, la habilitación a la lástima. Todos esos condimentos que tan relajados les permite dormir.
Y muestran y hacen foco y se llenan la boca y les brota una emoción cretina cuando hablan de la solidaridad, pero de la que a ellos les gusta: la que es más que nada beneficencia y que dista de la organización.
Pero no nos engañan, ya les conocemos el revés, ya les vimos la hilacha. Ponen rostro compungido, fruncen el seño, levantan el dedito y acusan, a todos, menos a quienes sistemáticamente construyen muros e impiden que la equidad deje de ser un objetivo para convertirse en la razón de ser de una Nación.
¿Importa? ¿Importa lo que hicieron los poderosos y los medios poderosos en un momento como este? ¿No es obsceno mirar ahí cuando hay tanto daño dando vuelta?
De un solo saque valdría la pena tirar esta crítica a la basura si no hubiera en ellos un aprovechamiento miserable. De un solo envión me lanzaría contra mi propio razonamiento si no hubiese en esos relatos el intento de saquearle al Estado la dignidad que ha empezado a recuperar. De un solo estallido dinamitaría la sospecha si no estuvieran detrás de las narraciones hegemónicas las fauces hambrientas de quienes siempre se han quedado con todo.
El rabillo del ojo inteligente tiene la obligación de mirar hacia ese rincón, al de quienes nos dicen cómo y qué se debe hacer mientras dejan que otros hagan y deshagan para minar los puentes y los lazos que se han re estructurado, también a fuerza de descomponer eso que ellos dicen y hacen. 
Barrios enteros están en el centro del temporal. El Estado en toda su dimensión está en el ojo de la historia.
El Estado que como sociedad se organiza para la sopa y el té caliente; el Estado que como grupo de conmueve y actúa y dona y brinda su tiempo; el Estado que como estructuras de la política tradicional se convoca para ganarse el título de militante. Pero hay uno, un Estado funcionarial, gestionador y administrativo que, como pocas veces antes, está ante el desafío de demostrar que estos últimos años han empezado a ganarle a ese andamiaje de décadas, cuyo único objetivo fue carcomer el único esqueleto que sostiene a una República.
Hoy, la ventanilla, el mostrador, la normativa, el empleado, la resolución, la licitación y el expediente son la vidriera de 10 años. Tienen sobre sí el zoom de una cámara, pero lo que importa no es eso, sino que están bajo la lupa de un pueblo que merece, necesita que el retintín de la ineficiencia del Estado sea parte del pasado, una cantinela de la derecha interesada y el estribillo de la tilinguería.
No hay licencia ahora para fallar. No hay margen. No hay permiso. Ese Estado cascoteado y golpeado tiene ahora que levantarse y levantarnos, ponerse y ponernos de pie para exhibir que pese a que estuvimos desbordados, la Argentina está definitivamente sacando la cabeza. 

jueves, 4 de abril de 2013

Programa SF 60 - Horacio Gonzalez - 30 de Marzo de 2013


Los suelen mencionar juntos.
por Mariana Moyano 

Editorial Sintonia Fina  30 de marzo de 2013

  Los suelen mencionar juntos, en bloque, como si fueran anverso y reverso, un duplicado de lo idéntico. Erramos el tiro en esta mirada: son engranajes de un poderoso todo; son socios en un objetivo común; hace rato que cartelizan su política al punto de fundirse e, incluso, intercambian roles para afinar la puntería y dar de lleno en el blanco trazado. Pero no son lo mismo, no hay uniformidad, no juegan desde lo homogéneo. Es más complejo y, por eso, más perverso aún. Pelean como monstruo de dos cabezas que piensan por separado una estrategia compartida.

El Papa argentino fue regalo divino. Es que, claro, sólo un milagro podía auxiliarlos y sacarlos del zanjón en que habían caído por torpeza propia y quitarles el lodo que les cubría la palabra.

Desde que Francisco llegó a sus vidas algo se les simplificó. Ellos son la parte que pone palabra y que dirige las luces a los sitios donde y sobre los que la Argentina debe pensar. Sobre la sedimentación de décadas de ese sentido común que ellos moldearon y con un esqueleto cultural del que aún manejan los hilos, se lanzaron a poner en marcha un dispositivo, el que más les gusta y del que –paradójica y aviesamente- más reniegan y con más furia acusan: la variable bueno/malo, pero con el binarismo retorcido del mentiroso que sabe cómo hacer pasar la infamia por verdad categórica.

El terreno lo prepararon más o menos así: unos salieron con la cruz como estandarte mientras con la espada, la pluma y la palabra ejercían una guerra santa argumentativa pocas veces vista en la prensa moderna; los otros pusieron la lupa en los zapatos gastados y en la cuenta de hotel.

Unos, envalentonaron a los cruzados del ala de los halcones; los otros conmovieron a los herejes más díscolos tirándoles directo a esa zona del corazón que se conmueve con la pobreza y la austeridad, siempre y cuando nadie se rebele frente a las causas.

Unos revolvieron y movilizaron a lo más ilustre de la derecha “asediada” para poner en claro que siguen siendo ellos los que dictan las reglas; los otros masificaron la papamanía para marcar a fuego -a base de estampita y merchandising- la regla de oro que indica que se puede ir por todo salvo contra los dueños del modo de pensar.

Unos hicieron lagrimear a la alcurnia caritativa con la suela gastada; los otros hicieron tabla rasa y con el martillazo escrito de “el papa de la gente” en el zócalo televisivo estuvieron a punto de dejarte afuera.

Hicieron un operativo sublime. Funcionaron como las verdaderas naves insignia de esa derecha muchas veces obvia pero también escurridiza de la que son parte y que representan. Clarín y La Nación. Mostraron y se lucieron como lo que son: las voces del poder; esas que no gritan en el desierto sino que saben que tienen oído y qué decir para conmoverlo.

Porque fue un trabajo de pinzas. Uno por arriba, desde lo más alto de las clases altas. Otro por abajo, desde lo más hondo del sentir popular. Jugaron fuerte, a todo o nada. Con brutalidad y sincretismo. Con esos modos que conocen, los sagaces instrumentos de la evangelización.

Clarín es torpe, burdo y se saca. La banquina es un destino que visita muy seguido. Derrapa a diario este diario y se destapa. Pero sabe, conoce la cuña, clava el cuchillo; ubica el detalle, mete la lupa y esmerila. No es un medio, es un comando de operaciones políticas de las que conocemos muy pocas en la historia nacional. Y por eso, a no creer que la pelea es sólo sopapo y tachín tachín. Hundió donde dolía y en la vidriera del reinado de la bajada de línea escribió: “sólo con un par de gestos austeros (Francisco) se ungió en la contracara del poder”.

Y ahí quedó la argentinidad: patitiesa, ocupada de las suelas de los tamangos del Papa como jugando en espejo con la bajeza de esa derecha tilinga que se ocupa de los tacos de una presidenta popular. Y ahí quedó la argentinidad: entrampada, con el mote "poder” reducida al ámbito de los gobiernos, los partidos y la política que se practica a cara descubierta. Iglesia y plata: nuevamente al rincón de lo invisible. Hecho. Trampa. Zancadilla justa.

Y así estuvimos: meta comedor infantil y testimonio individual de víctima atendible; con la vara del peronómetro en primera fila; leyendo con ojo de barrabrava el accionar de una jefa de Estado.

Y así quedamos: o estás con Francisco o sos antiargentino. Y dejaron solos a los que complejizan. Y barrieron con la conquista de la laicidad. Y arrinconaron a los consecuentes. Y hacen que soplen vientos de liviandad, ráfagas de bagatela, tornados de frivolidad, huracanes de inconstancia, ventarrones de corto plazo.

Destrabar ahora es la consigna. Buscar hondo en el pensamiento. No caer, no ceder, entender. La política se juega mucho. Y estar a la altura hoy no es horizonte, es sencillamente, un deber.