lunes, 17 de junio de 2013

Programa SF 71 - Ana Maria Edwin & Norberto Itzcovich - 15 de Junio de 2013

Siempre duele más. 
por Mariana Moyano
Editorial SF del 15 de Junio de 2013.

Duele más. En la Argentina, según las cifras oficiales, mueren por año 5.000 personas en accidentes de tránsito. Los datos de las ONGs son aún más espeluznantes: 8.000 se nos van en las calles y rutas. 21 muertos por día les da el cálculo a los que estudian la cuestión. Pero igual, aunque el número ni se le aproxime, la debacle de un tren duele más. ¿Por qué? ¿Es que acaso los argentinos somos los suficientemente inmundos como para que nos conmuevan más unas muertes que otras? Puede que sí, pero no es de eso de lo que se trata ese estómago estrujado que no tarda en ganar el cuerpo cada vez que un daño tiene como protagonistas a los ferrocarriles.
Es como si por las venas nos corriera un hilo de agua helada. Cerramos los ojos. Miramos hacia arriba y es casi inevitable el “no otra vez”. Es que los trenes son como arterias, son los vasos comunicantes de nuestra historia contemporánea y cada centímetro de riel nos devuelve como espejo lo que hicieron, lo que hicimos, lo que deshicieron, lo que permitimos deshacer, lo que se hace y lo que falta con nuestro propio acontecer como pueblo, como nación, como país, como patria.
El tren nos recorre y nos escupe identidad. Nos dice quiénes somos. Cuántos quedaron en el camino cuando el país era formateado para poquitos. Cuántos de los nuevos consiguieron laburo. Cuántos de los viejos levantaron un poco la cabeza al volver al ruedo. Es lo palpable del Estado. Es la materialidad más a mano de lo público.
Se siente como YPF, pero uno, a los hidrocarburos los racionaliza, no los toca.
Está encarnado como Aerolíneas, pero de los que celebran la recuperación unos cuántos puede que nunca hagan un vuelo.
Pero el tren no. Con el tren es otra cosa.
Al tren los niñitos lo saludan de entrada. Al tren se juega en cualquier ceremonia infantil. Al tren se lo extraña cuando un pueblo cambia sus hábitos con la despedida de los vagones. Al tren se lo toca, se lo vive, se lo usa, se lo sufre. Los ferrocarriles están hermanados con nuestra vida histórica y con la cotidiana y dicen de nosotros lo que podemos y no podemos ser.
Sabemos a qué vinieron los británicos a estas pampas. A extraer, a llevarse y a practicar su deporte nacional, que no es el fútbol sino la colonización. Para lograr el cometido necesitaban medio de transporte y la inferencia cierra con la primera lección que nos dan de jóvenes, en esa etapa en la cual comenzamos a liberar nuestras cabezas del yugo del conquistador: basta ver cómo es el entramados del recorrido ferroviario de la Argentina, cómo emula la forma de una mano, para entender que el único objetivo de ese armado era que las riquezas llegaran bien y pronto al puerto de ese Atlántico, que no era otra cosa que camino seguro de lo nuestro a la corona inglesa.
Y el tren fue menos medio de transporte que herramienta de penetración colonial en territorio argentino. Algo de eso entendió un gobierno popular y por eso se los quedó.
Belgrano y San Martín. Pero también Sarmiento, Roca y Mitre. Perón se les animó. Miró de frente a los ingleses y les dijo: “muchachos, hasta aquí. De ahora en más, son nuestros. Bye, bye y déjennos los adoquines y el roble macizo”. Pero Belgrano y San Martín. Y Sarmiento, y Roca y Mitre. Enormes animales de acero y de hierro que cuando los ves venir no hay vuelta atrás. Enormes paradigmas de tipos de naciones los que deseaban ésos cuyos apellidos bautizan a las líneas.
¿Qué Estado propone un Estado que combina en nombramientos a libertadores y a gerentes coloniales? ¿Tiene precisión quirúrgica esa línea divisoria? ¿O es, quizás, que esos nombres fueron puestos como faro, como modo de indicarnos, de ordenarnos, que para hacernos como Nación tenemos que tener un objetivo, claro, categórico y sólo así trazar el recorrido? ¿Es –como parece que es- que los trenes nos vomitan todo eso y cuando miramos para otro lado se nos estrella en medio de nuestro “como sí”?
50 mil kilómetros de riel. Eso había. Eso nos quitaron.
Para fines de 1980, Ferrocarriles Argentinos tenía más de 106 mil empleados; 36 mil kilómetros de vías, 1.800 estaciones, 51 talleres principales y 23 de mecánica, 2.200 edificios para estaciones, 435 galpones de carga y 635 galpones para encomiendas y equipajes, 2.100 puestos de cabinas y señalización, 43 mil unidades de material tractivo y remolcado.
Datos, de esos duros, durísimos, por indiscutibles y por lo severo del impacto. Y silencio.
Las empresas de transporte automotor trasladan, después de la debacle noventosa, el 90% de las cargas y de los pasajeros y le montan un 50% más del valor de costo de lo que brindaba el tren.
Datos, de esos duros, durísimos, por indiscutibles y por lo severo del impacto. Y silencio.
8.000 muertos por año en las calles y rutas por accidentes de tránsito. 5.000 aceptan las cifras oficiales.
Datos, de esos duros, durísimos, por indiscutibles y por lo severo del impacto. Y silencio.
Y una pregunta que se cae sola, madura, evidente, de una obviedad pasmosa: ¿No hay acaso una relación inversamente proporcional entre la cantidad de muertos en desgracias con volante y asfalto y el envío al destierro del andar por sobre rieles?
Cada vez que Flores, Once o, ahora, Castelar, se las rebuscan para colarse en el día a día y mostrarnos de qué va la vida si el Estado no agarra toda completa la papa caliente de la realidad ferroviaria, se superponen, hasta conseguir un ensordecedor bochinche, conceptos, certezas, afirmaciones, recetas, oportunismos, canalladas, fórmulas y verdades infalibles. “Fallaron los frenos”, “son todos corruptos”, “hay que soterrar”, “hay que estatizar”. Comportamiento mediático mediante, todo eso suele aparecer lanzado al ruedo, así, sin más, sin grises, sin complejidades, como si fuera lo mismo pensar estratégicamente la red vial que ver si preparo las tortas fritas con grasa o con aceite.
Yo no sé nada del detalle de la trama ferroviaria. No estoy formada en eso, no conozco y no es mi tema. No lo afirmo en esta primera persona para sacarle el cuerpo a la catástrofe, sino para explicitar mi profundo desconocimiento. Aceptar que uno no sabe no te disminuye, te ubica.
Pero tres décadas de militancia y participación política, de resistencia y lectura, me dan permiso para decir que si fue éste el proyecto que subió a los trabajadores nuevamente a un tren, pues es éste proyecto el tal vez no único, pero sí el mayor responsable de tomar el asunto y solucionarlo.
Y es el Estado -el otrora grandote bobo, torpe, tullido gigante de lo público que está desperezándose de tres décadas de siesta; ése al cual los poderosos tendieron en el suelo para darle de patadas, ése al que responsabilizan cuando algo falla, pero al que defenestran cuando pretende inmiscuirse para apretar las clavijas- ése corpulento, el único capaz de cobijar, de cuidarnos, de hacer a un lado los parches, de meterle decreto, regulación y organización y reapropiarse.
Porque el verbo nacionalizar pocas veces como ahora tuvo tanto, pero tanto sabor a recuperación.

lunes, 10 de junio de 2013

Programa SF 70 - Lucila "Pimpi" Colombo y Tristan Bauer - 8 de Junio de 2013


A esos. Entre los tomates perita y el periodista ilustrado. 
por Mariana Moyano
Editorial del 8 de junio de 2013

-Pero si se trata de algo absoluta y completamente menor. Son tomates perita en lata, no problemas de Estado. ¿Qué cuernos tiene eso que ver con un rol como el mío? ¿Qué vínculo puedo tener yo con eso?

“Yo”, dice él. Él que es tan afín, tan próximo, tan comparable a un ser superior. A uno de esos que –diría Cortázar- te hablan desde lo más alto del ropero.

Porque, digámoslo con claridad y con cada letra en el lugar que corresponde: no es tanto que observen errores en la puesta en marcha de un plan gubernamental de control sobre los quieren enriquecerse metiéndole aumento a cada producto básico, sino que les provoca un profundo rechazo que el glamour se vaya al suelo cuando la información nodal del quehacer argentino actual transcurre por el andarivel del valor de los fideos tirabuzón o el jabón en polvo. Tanta preparación –en los menos- y tanto ego acrecentado a fuerza de ojo de amo –en los más- para terminar discutiendo cuestiones de góndola; eso los crispa.

Lo que más le molesta al periodismo actual es que lo sacaron de un azote de su torre de cristal. No es que haya habido golpes, ni aprietes, ni cercenamiento, ni presiones, ni nada de esa pavada que, cuando es bien dicha por algunos que se agachan, es bien paga por quienes buscan desestabilizar y recuperar el sitial desde el cual, hasta hace muy poco, daban las órdenes.

Que haya vuelto la política al centro de la escena es lo que los desencaja. Que haya retornado la autoridad institucional a mostrar que los atributos presidenciales cuando son sólo accesorios, son también traición. Que haya quedado claro quién debe mandar en la Argentina.

La ecuación, por más disfrazada de indignación actual, por más enmascarada con falsas acusaciones, por más banalizada en el gesto de los nuevos cínicos, siempre ha sido la misma e igual de sencilla: cuando la política se hace a un costado, el show mediático avanza con fiereza, se adueña de cada rincón, impone su lógica, maniata cualquier resistencia y convence, persuade y hasta hipnotiza. Y no se ve más que eso. Y el éxito individual es la única salida. Y la Historia, señores, esa cuyo conflicto es su corazón, esa, se ha terminado.

Pregúntenle, vayan, consulten a nuestros hechos recientes. Averigüen cómo le fue al Alfonsín de la democracia cuando intentó sentarse a negociar de igual a igual con las corporaciones. Anden, salgan, indaguen sobre qué le pasó cuando desilusionó a millones y mandó a media militancia a su casa. Anímense, escarben, vean cómo la lógica del espectáculo se lo comió todo y transmutó a sus periodistas en estrellas de la farándula, reemplazó los espacios de debate, se apropió de los sitios de denuncia, despojó a la política de la representación y apoltronó en el altar de la credibilidad democrática a la escena mediática.

-¿Pero cómo podés meter en un mismo saco a los dueños y a los periodistas? ¿Cómo sos tan necia para no diferenciar entre propietarios y trabajadores? escucho que me gritan sin ninguna gana de pensar, de hincar el diente donde molesta, desde aquella esquinita.

¿Saben qué me pasa con eso? ¿Saben, vocecitas enojadas, por qué lo digo así sin poner el acento en esos surcos profundos? A los periodistas que no recurren a la definición de trabajador sólo como escudo de protección cuando alguien los desafía con una buena controversia, a esos que luchan para organizarse, a esos que desde la franqueza y la honestidad se los ve batallar para lograr otras condiciones, a esos que hoy protagonizan una pelea por las paritarias de prensa; a esos no se los ve agacharse, a esos no se los ve dar asco y repetir como loro el versito del patrón, a esos no se los ve disparar a mansalva munición de la pesada contra un fabulado autoritarismo oficial ahora y una –así, en bloque, bien slogan- “clase” –así les gustaba decirle: clase- política corrupta, antes.

A esos no se los ve hablar con desapego del precio de un alimento que se mantiene donde está; a esos no se los ve sentir repulsión porque alguien desde un escalón institucional superior hace el intento de cuidarle el bolsillo a los laburantes; a esos no se los ve explicar con repugnancia la importancia de cuidar el importe del papel higiénico. Porque esos no usan la inflación. En todo caso, la padecen. Esos no se montan en la suba de precios para levantar deditos rectores. En todo caso, se interesan. Esos no aprovechan la especulación. Porque, en todo caso, a esos los golpea.

Porque esos ni son voceros, ni esclavos bien pagos, ni levantan la nariz con deseo tilingo de participar de la fiesta de los arriba. Esos conocen de condiciones materiales, de relaciones de producción y hasta de plusvalía. Lo digan en panfletos o lo charlen con el psicoanalista. Conciencia de clase, decía el barbudo. Dignidad de trabajador, alguna versión más pampeana. Y para esos, la lata de tomate perita no es una rareza, ni un objeto de estudio coyuntural. Es la cotidiana, la de todos los días, la del codo a codo con su otro par trabajador.

Y allí se filtra, ahí en la grieta clara, dura, firme que hace la diferencia, la figura de los renombrados, y no siempre re-pensados, Rodolfo Walsh o Mariano Moreno. Esos a quienes visitan a menudo los mega medios de comunicación -o sus lacayos menores- para pasteurizar, alivianar, quitarles complejidad, batalla y toda la política. Y presentarlos, de paso, como intelectuales quietitos, reflexivos de salón fumador, conversadores de confitería y escritores de habitación solitaria. Sin militancia, sin compañeros, sin enemigos.

A uno, lo convertían -cada vez que les era posible- en una especie de pensador de Palermo Sensible, al que le reconocían como acto heroico una carta, pero al cual le borraban su peronismo, toda su lucha y su obra anterior. A ese, al que escribió sin dudarlo que “la libertad de prensa no es la más importante de las libertades. Además, la única que merece ese nombre es la que expresa los intereses del pueblo y en particular los de la clase trabajadora” * A ése lo volvieron un very british exquisito escritor borgeano porque les molestaba hasta el grado del asco su cepa irlandesa y su corazón popular.

Al otro, al que ordenó que “cualesquiera que hable o vierta especies contra el nuevo Gobierno será remitido preso a esta Capital”; al que sostuvo que “nada hemos de conseguir con la benevolencia y la moderación” porque “la moderación, fuera de tiempo, no es cordura ni es verdad”; al que escribió: “No debe escandalizar el sentido de mis voces, de cortar cabezas, verter sangre y sacrificar”; a ese que indicó que “hay que tener consideración y extrema bondad con los delitos que cometan los partidarios de la revolución y la menor especie debe ser castigada de manera cruel y sanguinaria cuando sea realizada por los enemigos declarados de la revolución”; a ese lo biilikenizan, lo bañan en las aguas para ellos dignas del liberalismo educativo y te lo estampan con la mano en la sien, como un abogaducho de escritorio. Le arrancan el jacobinismo, su inevitable comparación con Robespierre y lo presentan lavadito. O lo desaparecen. De los libros de historia y de la faz de la tierra.

Pero, eso sí, te hablan de pluralismo. Les chorrea la comisura de lo llena que tienen la boca con la democracia informativa. Pero si uno escudriña, nota enseguidita que limitan la diversidad a la reunión de un periodista radical con su par peronista para que –dentro de las reglas de juego fijadas, por supuesto, por los dueños del circo- discutan de lo lindo en la democracia de escenografía. Y los temas de los bordes, los de los márgenes, los subterráneos. Ellos, los temas y las personas de esos bordes, bien gracias. Ellos, la pobreza y los pobres, siempre desde la lástima. La morochada y los negros, siempre desde el temor. Los pibes, como “menores”. Las provincias como el interior. Embarazadas sin un mango como “Fábrica de Hijos”. Y los tomates perita como problema de la gronchada.

Mucha ley de defensa del consumidor, mucha ONG, mucha Fundación Noble, muchos soles para los chicos y muchas banderitas de Radio 10. La solidaridad reducida a la dádiva y la Patria disminuida a un stand.

Hay que recordarlo, hacer resonar, perpetuarlo en la memoria colectiva: cuando la Argentina estallaba en miles de partículas aquellos 19 y 20, las paredes –en una especie de Emile Zola graffittero- se cubrían con una certeza de roble y con una invitación a dar pelea: “Nos mean y Clarín dice que llueve”, pintaban en San Telmo. “Apagá la tele y salí a la calle”, provocaban desde Avenida de Mayo. Al mismo tiempo, inocentemente, como al pasar, sutil como es la batalla por las ideas, el canal de Constitución, el del solcito convocaba: “Quedate en casa viendo la tele”. Adentro, muchachos. A casita. Al sujeto, volverlo cada vez más individuo; al pueblo, cada vez más “la gente”.

¿Alguien, señores periodistas de la pluma pomposa, de rictus de oler caca y de la indignación fácil, realmente piensa que ahora, en el actual estado de cosas, el Gobierno Nacional no está en condiciones de mandar cuatro, cinco, seis mil inspectores de pechera intimidante para ingresar en nombre de Moreno (Guillermo, esta vez) a un supermercado y preguntar un valor, meter sanción y pasar a otra cosa?

¿Tanto les cuesta comprender o tanto les pagan por ocultar que la verdadera intención de esos “militantes controladores” como los llamó el diario del Mitre heredero del Mitre es crear una red que con la excusa de los precios fortalezca el lazo social de la integración que provoca la participación?

Porque mirar te hace conocer, conocer te hace cuidar, cuidar te hace querer y querer te hace participar. Y de usuario se asciende a ciudadano; y de audiencia se deviene protagonista; y de interesado se escala a militante. Y cuando eso ocurre, no hay libre mercado que te ponga las reglas y no hay agenda ajena que te haga la cabeza.

A cada modo de producción le corresponde un modelo informativo. Ya lo sabemos. Lo dicen los libros, lo entendimos en la universidad. Y a cada momento histórico le corresponde su lucha por el precio de los tomates perita. Porque no es de latas que estamos discutiendo, sino de que no nos vuelvan a meter, con país y todo, adentro de un frasco.

lunes, 3 de junio de 2013

Programa SF 69 - Miguel Rep - 1 de Junio de 2013


Nadie lo había imaginado así. 
por Mariana Moyano 
Editorial SF del 1 de Junio de 2013 

Nadie lo había imaginado así. Tanto abrazo, una fiesta de tamaña proporción, semejante nivel de alegría, esa cantidad de gente. Porque había clima previo. De ganas largas de encontrarse, de vernos; y de demostrar que ni el fin de ciclo lo tienen tan a la mano, ni que la fábrica de odio, por más que produzca a su máxima capacidad, tiene clientes en todas partes. Pero nadie lo había imaginado así.
Y ya sea por Agustín o por el bochornoso modo que tienen -ya casi siempre- de querer contarnos como NO sucedido eso que es innegable, la “vida real” –para seguir la sustanciosa definición del pequeñito ahora famoso- les y nos fue estampada en el medio de la jeta. A unos, para que la bilis del odio les subiera al esófago y –según se ve- no supieran que hacer con eso; a los otros para darnos cuenta de que esto que nos pasa no es un capricho: es un anhelo y una avidez de cosa común que teníamos atragantado desde hace décadas.
Nada de lo que leí sobre por qué pasó lo que pasó ese patriótico e inolvidable 25 me terminó de convencer del todo. A cada artículo, opinión, análisis, se le escapaba un costado. Y lejos de ser esto una crítica o un gesto de pedantería ante quienes hicieron el esfuerzo de intentar comprender, es una celebración de que algo del orden de lo inexplicable ha sucedido. Eso demuestra que el laboratorio de la política sigue siendo ineficaz para revelar las razones de un pueblo. Y cuando eso sucede, gana el proyecto, porque a los que lo detestan se les vuelve palo enjabonado y les chanta en el medio del rostro que para hacer afirmaciones del talante de las que eligen hay que, al menos, asomarse a eso que a Agustín le gusta llamar la “vida real”.
Las maquinitas de la inquina también le dieron duro a la pluma, pero no alumbraron nada decente. Y es obvio. Desde el resentimiento, la repugnancia, la hostilidad, la hiel no es muy posible parir un texto digno. Es que nadie se lo había imaginado así.
Nadie se lo había imaginado así. Tanto descaro, un paralelismo de tamaña proporción, semejante nivel de delirio, esa cantidad de ira. Porque había clima previo. De ganas de dar el golpe final, de la estocada y de demostrar que la Argentina tenía su fin de ciclo a la vueltita de la esquina y que la fábrica de odio producía a máxima capacidad por el tremendo nivel de demanda.
Pero, ¿que haya “ciertos paralelismos entre aquella realidad del Tercer Reich y la actualidad argentina que nos obligan a mantenernos alerta”? Porque, muchachos, huestes de Bartolomé, el “salvando las enormes distancias” no es acero lo suficientemente duro como para fabricarse escudo.
Ni 48 horas pudieron aguantar. ¿Era demasiada gente, no?, demasiado humano junto como para esperar un poco, llamarse a la reflexión y garabatear una explicación política.
No había ni chori, ni bondi, ni plan para justificar -sin causar risa- la marea humana de ese día. Así que la cólera les subía como piraña y les iba carcomiendo el almita desestabilizadora sobre la que se sostienen. Entonces, zas, a la bazuca para aniquilar al mosquito. “Nazismo”. Sin grises, sin titubeos, sin zigzagueos. Ya ni siquiera como adjetivación o sugerencia. En nombre propio. Hitler. Él en persona. Una presidenta de la actual América Latina en la misma baldosa del sujeto que por poco elimina la posibilidad de razón del planeta, el que se cargó a seis millones entre judíos, gitanos y otros que no le gustaban, el que le hizo decir a Adorno que después de Auschwitz no se puede volver a escribir poesía. Ese. Ese mismísimo… y a la par, Cristina. Nadie se lo había imaginado así.
Antes era más fácil. En España tienen un dicho popular que le descubre la hipocresía al progresismo blandito, ése que de tan flexible termina no sólo NO siendo progre sino que le regala el ismo a la derecha. “Contra Franco estábamos mejor”, dicen los republicanos ibéricos. Porque antes era más fácil. Una pátina de raciocinio bien pensante, la dosis justa de corrección política y todos a dormir sin culpa. “Porque nos opusimos, claro que sí. A ese corrupto, ostentoso, cirquero, turco chabacano, nuevo rico y desprolijo”.
A esa queja le molestaba más la Ferrari que YPF; le dolía más Zulemita de primera dama que la sospecha del asesinato del hijo; le preocupaba más Gostanián y sus billetes que los teléfonos; le inquietaba más la visita de los Rolling a Olivos que las AFJP; le alarmaba más la avispa que el indulto; le fastidiaba más las amantes que la rebaja de los aportes patronales; le enfadaba más el golf con Bush que la desaparición de los órganos reguladores; le irritaba más el baile con la odalisca que los históricos niveles de desempleo; le atormentaba más el tapado de María Julia que María Julia.
Es que nadie lo había imaginado así. Quienes lo habían votado por razones de peronismo popular e hiperinflación no sospechaban que el cuadro de honor de la década serían Bunge y Born y Alsogaray. Y quienes no lo habían votado por antiperonismo rabioso ni sospechaban que ése que venía a llenar de oficinas de la OLP la Argentina iba a ser el aliado bochornoso del sionismo más recalcitrante. Y como nadie lo había imaginado así –salvo los enormes y verdaderos resistentes- la línea se trazó sobre el ornamento, sobre el decorado, sobre lo cosmético, sobre lo accesorio: los modales, como dijo Wainfeld una vez y no me canso de robarle, los modales por sobre el modelo.
Pero un día todo se les dio vuelta. Alguien metió la mano en la mierda. Y se embarró. Y por ensuciarse, limpió. Y puso luz. Y asombró. Y fue por más. Y vamos por más. Porque vienen por todo.
Y la línea no fue difusa. Y se abrió una zanja. Y muchos saltaron. Y se amucharon. Y se amontonaron. Y comunistas de tres generaciones se abrazaron al bombo peronista. Y socialistas paladar negro no le hicieron asco al sudor de JP. Y anarquistas de pura cepa se brindaron generosos a poner el hombro en la patriada. Y artistas de encierro individual rompieron el ombliguismo y se batieron a duelo para poner mirada. Y pensadores con egos bien trabajados salieron al ruedo y le hicieron frente a la mugre para poner palabra.
Y la línea no fue difusa. Y se abrió una zanja. Y es que nadie lo había imaginado así. Y, entonces, avalados por los dueños de los moldes que le ponen letra a la derecha golpista, una especie de nuevo progresismo ultraliberal conservador jugó con munición gruesa: “pelotudo”, brama el periodista excedido de ego. “Nazis”, lanzan los dueños del papel.
Y queda. Porque falta. Porque hay que terminar de dar todo vuelta. Y hay que seguir metiendo la mano porque queda mierda. Y hay que embarrarse. Y hay que ir por más. Porque nadie lo había imaginado así. Y hay que ir por más. Porque vienen por todo.