domingo, 15 de diciembre de 2013

Programa SF 97 - Marcelo Sain - 14 de Diciembre de 2013


La Zozobra
Por Mariana Moyano
Editorial SF 14 de Diciembre de 2013

Fue como una daga que entró en el cuerpo por la cabeza y cruzó todo el esqueleto con una capacidad única de hincarse y detener por un segundo el corazón, para ponerlo luego a palpitar a un ritmo que sólo se enciende con este tipo de agitaciones. Es la zozobra. Es ese vilo que parece poder detener el transcurso del tiempo. Esa sacudida que pone a la respiración en stand by y que corta el aliento. Porque uno los ve, de frente, los ve venir, a esos que quieren poner a la democracia entre paréntesis para luego cargársela. Excúsenme todos los racionales y acúsenme de exagerada. Lo voy a decir tan cual lo viví: sentí el mismo desasosiego, temor y aflicción de 1987. De abril de 1987, de aquella Semana Santa en la cual Democracia o Dictadura no era un slogan televisivo sino una dicotomía cercana.

Verlos y ver en vivo y en directo lo que sucede cuando el Estado se retira, en este caso, por determinación de bandas de rapases a las que les damos las armas de la seguridad pública cotidiana; observar cómo funciona el artilugio por el cual el paso al costado de esos uniformes da lugar a que los violentos organizados realicen lo que ese mismo repliegue provoca como consecuencia o como premeditada planificación, es lo que, inevitablemente, nos lleva a poner en ON el lado conspirativo de nuestro raciocinio y ratificar cuán con D -de un apellido ilustre en las lides del hacer en las sombras- empieza el ya desde hace un tiempo -y no por casualidad- conflictivo mes de diciembre.

Público es un periódico español y, como toda la prensa dominante de la península ibérica, no le tiene particular simpatía a la Presidenta local por lo que suele echar por tierra o burlarse de sus argumentaciones. Sin embargo, en esta oportunidad, no titubeó. El 11 de este diciembre tituló: “La Policía se levanta contra Cristina Fernández”. Así, terminante. Clarito. Y “copetea” por el mismo carril: “En la víspera del aniversario de la democracia argentina, cientos de opositores se lanzan al saqueo de comercios y dejan tres cadáveres en las calles”.

Hubo otros que -obviamente, cuándo y por qué no- le metieron toneladas de combustible inflamable al ya calentito re verano argentino: “Las muertes por los saqueos ya equivalen a tres choques de Castelar”; “Los saqueos en Tucumán llegaron a la TV japonesa”, dijo Perfil. “Argentina sigue marcada por ola de saqueos” y “Argentina festeja 30 años de democracia en medio de saqueos y violencia”, la CNN gusana.

Miguel Bonasso, antes, cuando no ponía toda su energía en odiar y eso le permitía tener una cabeza abierta y lúcida, escribió “El Palacio y la Calle”, una crónica de “insurgentes y conspiradores”, según el mismo llamó a su libro sobre el 19 y 20 también de un diciembre, pero en este caso de 2001. Dijo allí que hay una “amalgama de circunstancias” pero que esa “compleja” mixtura no borra la “existencia de una conspiración”.

No era para él, ni para quienes hoy comparten espacio ideológico con él, desopilante interesarse –un ejercicio que se parece cada vez a honestidad intelectual y obligación ética- en buscar si había hilo detrás de las acciones y, sobre todo, si alguien los movía. Si hubieran mantenido un mínimo grado de consecuencia no dirían estupideces luego de escuchar a la Presidenta de la Nación decir -nada menos que en el acto de conmemoración de 30 años ininterrumpidos de democracia- que ella no es ingenua y que no cree en las casualidades ni en hechos que se producen por contagio; y que debemos notar que también hubo un 10 de diciembre de 2010 con un Parque Indoamericano, de un momento a otro, tomado.

Antonio Bonfatti no fue menos enérgico: habló de “los policías, en su carácter de coautores, cómplices, determinadores e instigadores". Y de quienes "como funcionarios públicos o particulares hayan participado criminalmente en su perpetración por los delitos de coacciones calificadas, asociación ilícita agravada, atentado al orden público, sedición, violación de los deberes de los funcionarios, cometidos contra la libertad, el orden público, los poderes públicos y la administración pública, en concurso formal" para indicar, además, que los uniformados plantearon sus reclamos "bajo la amenaza cierta de incumplir con sus obligaciones en pleno conocimiento que tales omisiones permitirán la comisión de múltiples delitos por parte de otras personas, aprovechando esa inactividad prevencional".

Consecuencia, coincidencia y el mismo vigor en la condena que el discurso del oficialismo nacional. Pero como la grandeza parece estar un tanto vintage y lo que importa es obtener alguna migaja sin que importe si vino mal habida o mal parida, hubieron un par de ex dirigentes y ex consecuentes de la inicial CTA, que al unísono clamaron: “el acuartelamiento y los saqueos son consecuencia de la falta de democratización que es haber convivido hasta rozar el límite de la complicidad; seguir postergando la situación salarial de los trabajadores provinciales y municipales; no asumir que un año se termina con un proceso de aceleración de precios y casi el 30% de inflación anual y deterioro del empleo y seguir haciéndonos penar por más muertes en la Argentina”. Y, ya que estamos y como no cuesta nada echarle leña a la fogata política, no faltó el que lanzó: “resulta muy grave que el Gobierno Nacional quiera disuadir y criminalizar cualquier reclamo social con un comando conjunto de operaciones de fuerzas de seguridad a nivel nacional, mientras niega bonos salariales, actualización de planes sociales, y refuerzos a los jubilados. Una vez más su relato de modelo virtuoso para el pueblo argentino entra en crisis. Más aun teniendo en cuenta que no escatima en beneficios para las corporaciones como Monsanto, Barrick Gold, Chevron y Repsol, a la que le pagaremos 5.000 millones de dólares de indemnización por querer ser soberanos”.

Dale que va. Vale todo. Mezclemos que es gratis. Peras con tomates, o como le gusta decir a mi vieja, “el amor con el ojo del hacha”. Sale un dedo acusador hacia la Casa Rosada y la verdadera complejización institucional, el jaque que intentaron (intentan) convertir en mate, borrado, invisibilizado, tapado, oscurecido.

Creo que pese a todo y a todos los mezquinos y pese a toda y a todas las operaciones hay que decirlo con claridad y sencillez: quienes nos pusieron en vilo y fueron directa o indirectamente responsables de 13 muertes no son las casualidades ni las bacterias contagiosas, sino un grupo de personajes con habilitada portación de armas y que saben desde su ingreso a la fuerza que no tienen permiso ni para amotinarse ni para hacer huelga. Se los impiden sus propios reglamentos, se los prohíbe la ley, se los tiene vedado la más mínima convivencia democrática.
A mí, que soy una de esas que durmió en Plaza de Mayo durante las noches de aquellas jornadas del 17, 18, 19 y 20 de abril de 1987; que esperó al Presidente de la República mientras él viajaba a dialogar con los sediciosos y que se decepcionó con el “Felices Pascuas, la casa está en orden”, no se me escapa que la frase completa termina con aquel: “no hay sangre en la Argentina”.

A mí que soy una de esas que se quemó con leche aquellos días y que tal vez sea por eso ve un acuartelamiento y llora, se me heló la sangre estos días: al ver imagen tras imagen, edición tras edición; al ir viendo cómo aumentaba la cifra de muertos; al ver cómo los hechos se encadenaban y lograban una alineación sin fisura; al darme cuenta que iban a ser pocos los verdaderamente demócratas que no iban a intentar rédito propio; y al tener tan cerca el descaro de quienes salieron a la calle a patrullar negocios, vestidos de civil, pero con el arma calzada en la cintura del jean.

Espanto, pavor, estremecimiento, aprensión y no me alcanzan los sinónimos para contar lo que sentí porque ni la historia de la Real Academia Española alcanza para dar cuenta de modo acabado lo que le ocurre en los poros a un argentino que pasa los 40 cuando ve uniformes que no hacen caso al poder político civil y electo.

Las casualidades y el privilegio que a veces nos da la profesión hicieron que los momentos más tensos de todo este proceso (que aún no terminado porque, digámoslo, aunque haya acuerdos, las preguntas vienen solas: ¿cómo se garantizan ahora las futuras paritarias?, ¿cómo se le dice a una maestra rural o a un enfermero de Florencio Varela que para ella y para él no hay un aumento salarial del 350%?) los viviera desde la Antártida. Sí, primero en un Hércules con destino al rincón más alejado de la Patria.

La pregunta hubiera venido igual. Pero tan cerca de otra base, la Esperanza, donde las significaciones cobran más dimensiones; allí donde la escuela primaria se llama Raúl Ricardo Alfonsín y la guardería infantil, “Pingüinitos”; en un viaje con el jefe del Estado Mayor General de la Fuerza Aérea Brigadier Mario Callejo, cerca del Comandante de Adiestramiento y Alistamiento de la Fuerza Aérea Brigadier Mario Fernando Roca y del Jefe del Estado Mayor General de la Armada Contraalmirante Fernando Erice, entre otros tantos uniformados de altísimo rango; en ese preciso contexto, esta persona que habla y a la cual aquella Semana Santa le partió en dos su juventud y su vida política; esta hoy mujer que no tuvo con aquellos hechos un acercamiento periodístico sino militante, no puede, no debe y está obligarse a interrogarse y a gritar hasta encontrar oreja dispuesta:¿cómo es posible que haya sido viable realizar una verdadera revolución dentro de las Fuerzas Armadas, una sacudida que va desde las mujeres militares con falda, y encima de la rodilla, hasta el accionar del jefe de la Fuerza Aérea que no se guardó el silencio y la complicidad y entregó las actas de las Juntas genocidas al poder civil, y tener aún policías provinciales que disten casi nada de lo que armó Ramón Camps en la provincia de Buenos Aires?

A los de Justicia Legítima les gusta eso de que “el mejor desinfectante es la luz del sol”, pero sobre todo los cautiva lo que la frase implica. Abrir, abrirse. Que al aire penetre. Que barra; que borre.

Alguien que sabe me dio algunas pistas de por qué y con qué se hicieron tan grandes cambios entre los militares. Aquel “no tengo miedo, ni les tengo miedo”, de Néstor Kirchner ante un auditorio sólo de uniformados; el “proceda” que iguala al “Nunca más” en la iconografía de la pelea a favor de los Derechos Humanos; la extrañeza de Cristina Fernández cuando en público se preguntó cómo era posible que no hubiese aún generalas cuando ella siendo mujer era la Comandante en Jefe y su inmediata decisión de que no hubiese más restricciones para que las mujeres también ingresasen a Caballería e Infantería, pueden ser algunos de los mojones en un proceso largo y complejo pero que está dando frutos.
O también, quizás, haya sido el espanto; un manto de consternación frente al pasado reciente que quizás –y muy probablemente gracias a la apertura y el ingreso del sol- se haya colado también entre los vericuetos, incluso, de la lógica militar.
Entonces, si podemos trazar un rumbo que une actos simbólicos con acciones políticas, ¿qué ocurrió con las fuerzas de seguridad? ¿No fue suficiente con la bonaerense de la picana; Miguel Etchecolatz; otro Miguel sólo que víctima, el de apellido Bru; Walter Bulacio; Sebastián Bordón; la masacre de Budge; la interminable lista de gatillos fáciles; Pocho Lepratti y todos los autos y sujetos de civil que arrasaron en la liberada tierra de aquel final de 2001; el Indoamericano; la sucursal narco?

¿Cuándo el pavor y la turbación harán mella dentro de la propia institución?

¿El pavor y la turbación podrán alguna vez hacer mella dentro de la propia institución?

Hace rato que una porción importante de lo que fue “gente” -esa nada patrocinada por la lógica mediática- ha tomado el destino en sus manos y ha vuelto a ser “pueblo”. Hace un tiempo ya que esos sujetos que han decidido ubicarse un escalón por encima del transitar cansino y distraído de los que miran para otro lado, ha hecho regresar a la política a la calle. Hace bastante que sabemos que hay saqueos y saqueos y muy diferentes tipos de saqueadores y que no es lo mismo el hambre que el caos pre elaborado.
Toda esa cantidad de información acopiada a lo largo de 30 -celebrables a pesar de todo- años nos obliga a preguntarnos hasta dónde seremos capaces de entrelazar nuestros brazos para construirle muro de defensa a la democracia y con qué fuerza daremos u obligaremos a dar el gran paso que haga la diferencia entre policías y fuerzas de inseguridad.

Algo de todo esto fue lo que re significó a un acto inicialmente pensado más como folklórica conmemoración. Cobró otra dimensión el ir a la Plaza. Y ni que hablar la presencia en el escenario de esa banda que en los noventas bramaba que ellos eran quienes nunca habían aprendido cómo debía vivir el humano porque habían llegado “tarde, el sistema ya estaba enchufado así funcionando. Ese grupo de rock made in Mataderos al cual no los convencía ningún tipo de política ni el demócrata, ni el fascista” y que, consternados y con enojo justificado explicaban que les “tocó ser así, ni siquiera anarquista”.
Habrá, en este preciso instante, quien se estará preguntando qué cuernos tiene que ver un Marshall a todo volumen con el azuzar policial. Pues que La Renga no es una banda más: ellos conocen a la policía porque de ella protegieron a miles de pibes durante la segunda década infame. Ellos conocen a los medios porque cuando todo pasaba por éstos, a sus recitales se convocaba de boca en boca y sin avisos publicitarios

“El miedo no es sonso”, dicen las viejas, las sabias, las que entienden que valiente no es el inconsciente que avanza tenga lo que tenga delante, sino el que mide las consecuencias y se anima a caminar. Y tienen razón. Pero en esta tremenda batalla en la que estamos embarcados, la de dar vuelta y desarmar para reconstruir desde la lógica de los uniformes hasta el mecanismo de los medios; desde los hacer de la política, el rock hasta la mismísima acepción inicial de la democracia, no se puede dejar pasar mucho más tiempo.
Ya vamos viendo cómo fue y de qué va la cosa: en nuestras cabecitas ha habido aguijoneo y hemos podido reparar en que de lo burdo de la amenaza de golpe pasaron al un tanto más sutil terror a la híper; que de ahí nos llevaron al pánico a la desocupación y hoy nos corren con la vara, con esa de los delitos contra la propiedad a la que le adjudican la grandilocuente palabra de inseguridad. Y que en Bolivia, Paraguay y Ecuador hubo movimiento y operativo de pinzas y la punta del iceberg, en esta oportunidad, no fueron los tanques sino los de la pistola como arma reglamentaria.
Los que se amotinaron no son ajenos a esto. La enorme diferencia entre aquella zozobra, entre aquella respiración detenida de esos 80 con las botas y los cuarteles como fantasma, es que al pánico de ahora no le podemos poner cara, ni lugar físico, ni, incluso, a veces nombre. “Recomposición salarial”, le dijeron estos días. Aldo Rico, podíamos decir en 1987. El miedo no es sonso, y cuando uno no puede verle la cara al que lo asusta, el temor viene con parálisis.
Este momento único de 30 años ininterrumpidos de vida institucional los conmemoramos hasta lo más profundo y lo celebramos a medias: en vilo y con muertes no es el mejor paisaje para ser feliz. Los gobiernos tendrán que hacer lo que deben hacer. Pero nosotros, que no podemos ser ni gente, ni usuarios, ni vecinos, ni consumidores, sino ciudadanos con toda la responsabilidad a cuestas no tenemos permiso para andar por el “caminito al costado del mundo”. Debemos tomar nuestras armas (la guitarra, la voz, la participación, la palabra) subirnos cada uno a nuestro propio escenario y, por el tiempo que haga falta, a los violentos, “llevarle la contra como estandarte”.

martes, 10 de diciembre de 2013

Programa SF 96 - Jorge Taiana - 7 de Diciembre de 2013


Las capas de la memoria.
por Mariana Moyano
Editorial SF 7 de diciembre de 2013

¿Cómo es el pasado? ¿Cuál es su forma? ¿Está en algún sitio? ¿Se ha ido para siempre?
¿Algo de él se encuentra aún arrumbado esperando ser encontrado?
En aquellos ochentas convulsionados y aún incomprendidos, las aulas universitarias retomaron a un autor que hizo de la pregunta sobre la memoria y la historia el nudo de su teoría. Él había vivido en Berlín y cuando puso su tremenda capacidad al servicio de la reflexión penetrante, el Holocausto no era aún ni pasado reciente porque el comenzar a conocer lo que había sucedido no podía sino llevar la humanidad a un estado de parálisis catatónica. Ninguna cabeza en su sano juicio podía procesar tan pronto que algo como aquello había, efectivamente, ocurrido.
Pero para atravesarlo, digerirlo y asumirlo, la primera obligación era aceptar que toda esa muerte no era ni obra de un loco, ni maquinaria de 10. Había sido lo peor de lo propio llevado adelante como determinación política. Imposible dejarlo descartado en un altillo; irrealizable el abandonarlo en un arcón.
Para exorcizar sólo se puede traer al presente aquello aterrador: “la imagen del pasado corre riesgo de desvanecerse para cada presente que no se reconozca en ella”, escribió ese Walter Benjamin que, sin quererlo, ni saberlo, tanto pudo ayudarnos a acercarnos a nuestro propio y aterrador ayer inmediato.
Cumplimos 3 décadas de esa primera vez que desde la civilidad y lo institucional miramos a eso peor de nosotros mismos. De ese momento en que vimos que aquí, entre nosotros, en el medio de nuestras propias vidas, lo más siniestro pudo convivir con la banalidad del día a día.
Son 30. Pero a esos años ¿cómo se los cuenta? ¿De un saque, en bloque? ¿Con el riesgo de que la conmemoración sea una formalidad, una efeméride celebrada más porque corresponde que porque se siente?
¿O de a uno? ¿Año a año, en un recorrido personal y hasta íntimo, con el cual nos vamos posando sobre los episodios que se nos aparecen como más relevantes?
¿Cómo se evita el riesgo de que este racconto no sea sólo una remembranza de acontecimientos individuales y que, lejos de hermanarnos, nos desconecten de quien está al lado? ¿Qué puerta es la que debemos abrir para que, al mirar por el espejo retrovisor, la memoria acomode las piezas y se arme un dispositivo para que lo personal, lo íntimo, lo familiar y los recuerdos subjetivos puedan entrelazarse con la historia común? ¿Qué se hace para que ante tanta trascendencia no gane la solemnidad fría del mármol, esa que permitía a directoras de escuela de la dictadura hacer de los actos escolares sólo un juntadero de niños de peinado impecable y guardapolvo almidonado? Eso, exactamente eso es lo que me pregunto: ¿Cómo se hace para no almidonar la recordación? ¿Qué cosa es la debemos y cómo –y que venga Benjamin si es que debe- desenterrar y recordar?
Para quienes atravesamos el momento en que se forja la personalidad política en los años ochenta no es sencillo nombrarnos. Nos llamaron la generación perdida; quedamos estigmatizados en los raros peinados nuevos; nuestra militancia fue apenas embrionaria; no tenemos entre los de nuestra edad muchos héroes y sí varios gerentes de canales de televisión y no pudimos ser los protagonistas de que los genocidas fueran a cárcel común.
Es decir, para nosotros, la democracia era un sitio al cual llegar y no un transcurrir extenso, punzante y de tensión; de estado de búsqueda de la democratización. Los poderosos de veras no tenían siquiera cara y la idea de ingresar a la ESMA se nos aparecía, por lo menos, ridícula. Si es que se nos aparecía.
El amperímetro apenas si se movía.
Juicio a las Juntas, claro, pero a las Juntas. En Defensa, un amigo de los milicos y en Economía, una pulseada, pero para que ganaran los dueños del poder central. Presidentes acorralados y el golpe económico –con el saqueo digitado como herramienta desde siempre lista para provocar pánico y tensión- a mano en caso de que alguien de la política de cara descubierta se pasara de listo.
El menemismo de la revolución productiva y el salariazo, vuelto menemato de aniquilación de sueños, de posibilidades, de crecimiento, de ascendencia; un proceso hecho a medida de culminar lo que el anterior no había podido terminar de “reorganizar” del todo. La esperanza vuelta desierto y mucho entumecimiento en la convicción. Agachadas de las tres cuartas partes de la dirigencia política y sindical y ni qué decir del comportamiento de los mandamás del dinero. Otra vez estallido, nuevamente el saqueo, ese de la necesidad y el lumpenaje, y la huida cobarde, suicida y asesina del Presidente más aburrido e ineficaz que nos dieron las urnas. Y los diciembres siempre en luz amarilla. La Argentina hecha añicos y en nuestras cabezas, la desolación.
¿Cómo se cuenta esta historia? ¿Cómo se mira ese pasado? ¿Cuál es el hilo? ¿Quién comienza el trazo en esta línea de puntos? ¿Dónde está la metáfora –y permítaseme el oxímoron- palpable y objetivada de que ese pasado debe ser obligado a volver, para que el futuro que nace no sea estrellita fugaz de un ratito y nada más?
Me lo vengo preguntando. A veces, como interrogante formulado y ordenado y otras, como duda desprolija y desorganizada, casi como reacción.
Hasta la aparición de las actas.
Los 1500 biblioratos fueron presentados en público el día en que estábamos en otra cosa: nuestros cerebros a todo vapor puestos en determinar si el plan de adecuación había sido un gesto de bajar la cabeza o ardid. Justo esa jornada. No otra anterior, ni la inmediata posterior a la presentación del plan. No. Esa misma.
El hallazgo en el edificio Cóndor había sido informado por un alto mando. Llamó por teléfono. Interrumpió al Ministro por algo importante. Lo fue a ver. Le contó y le mostró. Al día siguiente, al mismísimo día siguiente de aquellos dos acontecimientos, el diario de la beligerancia publicó: “En la guerra del kirchnerismo con el Grupo Clarín, al parecer hubo instrucción de ver qué hallaban sobre Papel Prensa”.
Entonces HAY una pieza, un vestigio material de historia para colocar en la esquina de la habitación de las significaciones y hacerlo hablar como la parte por el todo. Una especie de Aleph centrípeto y centrífugo que nos lleva y nos trae: un anillo que engarza lo de allá con el hoy.
Y el dato del contexto que con toda intención los principales relatores del hecho quitaron de escena jugando al olvido: no era la primera vez que algo era encontrado o que algo aparecía. Pero sí fue esta la primera oportunidad en que la jerarquía militar tuvo la opción de mandar toda esa documentación a la cueva de la complicidad con el genocidio que los antecedió en el uniforme y sin embargo optó por confiar en el poder político y civil. Eligió la institucionalidad.
Ese acto, esa elección, esa simple pero sustancial iniciativa es lo que quita a esos documentos que contienen la información sobre las 280 reuniones de la Junta Militar entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983, de la vitrina del museo y les permite convertirse en hecho político, con acción, movimiento y consecuencias.
No es la primera vez que se abren cajones, ni que se quita las llaves de oficinas con telarañas, ni que aparece prueba de que lo que decimos que pasó, pasó. Ahora esos papeles ya no son botellas lanzadas al mar del testimonio; son parte del todo que es ese rompecabezas al que le falta que hablen, o ellos desde la celda o todo lo que aún queda escondido.
Había habido hallazgos, varios. Otros emblemas de que aquello que sucedió sigue vibrando en el presente.
No hacía ni dos días del preámbulo de Raúl Alfonsín en el Cabildo, cuando un ordenanza –otro- encontró en una oficina, de esas cerradas por años en el edificio del Congreso, el ejemplar original de la Constitución de 1853, arrumbado, recluido donde se esconde la basura. No hacía ni 48 horas de la Plaza de Mayo del 10 de diciembre cuando un grupo de diputados se topó, en el entonces viejo garaje del Congreso de la calle Bartolomé Mitre, con varios Falcon. Éstos, también, arrumbados y ocultos u olvidados.
A veces la historia se encapricha en que nos choquemos, en enrostrarnos los emblemas, las alegorías y hasta las encarnaciones. EL libro de la Constitución sucio en el suelo; los autos distintivos de los operativos de la muerte hasta con sus sirenas y estas actas de Papel Prensa.
Quiero que se entienda. No es pretensión ni exagerada insistencia. Esa empresa no es cualquier fraude: es el ejemplo más claro del vínculo de la muerte con la razón de ser del dinero; es el modelo para ver que el objetivo era el poder; es el espejo que refleja la imbricación de toda cúpula; es el arquetipo de que hay una complejidad que excede la individualización. Y es el paradigma que la picana sobre el cuerpo fue también la tortura de la estafa sobre, incluso, los que aplaudían la idea de la aniquilación.
El informe “Papel Prensa, la verdad”, es una crónica de la dictadura, con la civilidad del poder económico engarzado en el hacer diario de los uniformes y con el lenguaje burocrático administrativo que necesitan las pruebas. No es la narración de la atrocidad en primera persona. No hay adjetivos y aunque parezca una contradicción es, precisamente allí donde radica la pavura de lo hecho. El lenguaje jurídico tiene eso: es como la frialdad del asesino que no actuó por emoción violenta sino por práctica premeditada.
“Rechacé la idea de dotar a esta obra de un prólogo de firma ya que, indudablemente, se hubieran vertido opiniones y pareceres o con ajuste a tal o cual tendencia y esto hubiera avanzado negativamente sobre la idea inicial que generó esta edición la cual es informar”.
“Los hechos, las fechas, el entorno histórico político está ahí, en el mismo texto, minuciosamente referenciado y citado, con un desarrollo metódico en la búsqueda de esclarecer lo sucedido y lograr una verdad incontrovertible la cual sirva para conocer lo ocurrido y permita al lector sacar sus propias conclusiones, a fin de superar la identificación no analítica que, subliminalmente (o no) imponen los formadores de opinión y la información a demanda”, escribe el editor de este trabajo al inicio de la exposición.
Guillermo Moreno es quien comandó la investigación. Él era un funcionario y es un hombre obsesivo. Está y estuvo siempre estuvo en las antípodas ideológicas de Julio Ramos, el creador de Ámbito Financiero. “Las graves irregularidades al poner en marcha Papel Prensa”, tituló al capítulo 20 de su “Cerrojos a la Prensa” el ex director del diario de la City, el mismo que abre con una denuncia pública del diario Crónica del 8 de octubre de 1986:
“(Hay) dos tipos de precio para el papel (…) Para unos está el que produce Papel Prensa (…) y para otros el de Papel de Tucumán. (…) Con el producto más barato se confeccionan los diarios socios del Ejecutivo, como Clarín, La Nación y La Razón. (…) Cuando Crónica denunció hace varios meses un total desabastecimiento de papel que estuvo a punto de obligarlo a dejar de editarse, el Ejecutivo salió al cruce de nuestra denuncia y ´se interesó´ en el tema: nos convocó a una reunión en Papel de Tucumán (…) Claro que a la misma no se citó a Papel Prensa, pues su producto era y es mucho más barato y está reservado casi en su totalidad para los diarios que forman la sociedad con el gobierno de turno”.
En el 21 va por más: cita a Marcelo Urbano Salerno, el entonces fiscal de Estado de la provincia de Buenos Aires, en su escrito a través del cual se promueve la acción judicial de dicha provincia contra la Nación Argentina por la pérdida a la que la obligó con el subsidio oficial a Papel Prensa. El subsidio de 29, 40 milésimos de dólar por kilowatt hora representaba una pérdida de 55 millones de dólares para el patrimonio provincial, indicaba aquella presentación.
Nadie, ni siquiera algún caricaturista cínico, atrevido, irrespetuoso y poco riguroso que ilustra la realidad del diario sábana, podría hacerles dar la mano en una epopeya común a Julio Ramos y a Guillermo Moreno. Y si lo hiciera nos haría reír, no su chiste, sino su caradurez. Sin embargo, a veces los hechos son los hechos y los hallazgos no son más que las apariciones de lo que muchos pensaban –o intentaron hacer que estuviera- enterrado en lo más profundo del pasado.
Recuerdo que me enojé bastante cuando todo el peso de la denuncia pública estuvo asentado casi solamente sobre el testimonio de la familia Graiver y sobre el padecimiento y el infierno personal de una víctima, de Lidia Papaleo. “No individualicemos”, decía yo y discutía: “Mostremos cuánto nos han robado. Ese va a ser el mejor modo de involucrar incluso hasta al que quiere hacerse el distraído porque a ese también le afanaron parte de su futuro”.
“Tenés razón”, me dijo uno de los funcionarios que siempre más respetaré. “Pero eso ya prescribió. Nos falta el eslabón perdido entre el desfalco organizado y generalizado y el tormento personal. Eso no está. No lo tenemos”
No lo teníamos. Hasta la aparición de las actas.
Los dueños del dinero privado y público, los decidores de cuánto deberíamos las próximas generaciones; los jefes políticos de quienes mandaban a matar estaban y estuvieron durante casi 25 años enquistados en oficinas, en el organigrama, en las determinaciones del poder político que, en teoría, nos había traído de vuelta a la vida luego de todas esas toneladas de crímenes.
Ellos, atravesando todo lo ancho y lo largo del esqueleto institucional; ellos, con capacidad para estorbar, entorpecer, detener, extorsionar e incluso quitar de su puesto a algún presidente que osara hacer siquiera un gesto de valentía.
Hubo que sacarlos. Hacerlos desaparecer del lugar de decisión de la política. Pero esta vez sin crimen, sin martirio ni persecución. Sólo con detalle, osadía, convicción política y las armas de la ley.
Porque el pasado no queda clausurado. Y lo ocurrido, no arrumbado. No son mártires solemnes ni hechos vueltos pieza precolombina. Se convive con aquello, se lo cuestiona e interroga y de ahí sale la lanza con la cual atravesar el destino prefijado.
¿Cómo se cuentan estos 30?
Quizás excavando y a sabiendas de que hay que desenterrar. Y es ese Benjamin que vuelve, porque nos gusta y porque nos mueve.
“La lengua determinó en forma inequívoca que la memoria no es un instrumento para la exploración del pasado, sino solamente el medio. Así como la tierra es el medio en el que yacen enterradas las viejas ciudades, la memoria es el medio de lo vivido. Quien intenta acercarse a su propio pasado sepultado tiene que comportarse como un hombre que excava. Ante todo, no debe temer volver una y otra vez a la misma circunstancia, esparcirla como se esparce la tierra, revolverla como se revuelve la tierra. Porque las "circunstancias" no son más que capas que sólo después de una investigación minuciosa dan a luz aquello que hace que la excavación valga la pena, es decir, las imágenes que, arrancadas de todos sus contextos anteriores, aparecen como objetos de valor en los aposentos sobrios de nuestra comprensión tardía, como torsos en la galería del coleccionista. Sin lugar a dudas es útil usar planos en las excavaciones. Pero también es indispensable la incursión de la azada, cautelosa y a tientas, en la tierra oscura. Quien sólo haga el inventario de sus hallazgos sin poder señalar en qué lugar del suelo actual conserva sus recuerdos, se perderá lo mejor. Por eso los auténticos recuerdos no deberán exponerse en forma de relato sino señalando con exactitud el lugar en el que el investigador logró atraparlos. Épico y rapsódico en sentido estricto, el recuerdo verdadero deberá proporcionar, por lo tanto, al mismo tiempo una imagen de quien recuerda, así como un buen informe arqueológico debe indicar no sólo de qué capa provienen los hallazgos sino, ante todo, qué capas hubo que atravesar para encontrarlos”.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Programa SF 95 -Mara Brawer y Eduardo Jozami - 30 de Noviembre de 2013


La otra transversalidad.
por Mariana Moyano
Editorial SF del 30 de noviembre de 2013.

-Hola, ¿Mariana? Ah, ¿cómo estás? Soy Malena, de la dirección de género del Ministerio de Defensa. 

La sola presentación del título de ese pedacito de organigrama ministerial genera –reconozcámoslo- una suerte de interrogante sobre algo que, a priori, aparece como un oxímoron. ¿Dirección de género en el Ministerio de Defensa? ¿Hay un prototipo más de macho que el que calza traje militar? Bueno, pues a ir amoldándose porque las cosas que no parecen, hoy son en esta Argentina año verde, en la cual los de ese color de uniforme también son LAS.

Esta dependencia funciona desde años. Dicen que trabajan mucho y que lo hacen bien. Es que todo lo que ha cambiado es lo mismo que ha provocado que haya tanto aún por cambiar: 15000 mujeres tenemos hoy en nuestras Fuerzas Armadas y el 60% de las inscriptas para ingresar a la Armada son mujeres.

Sí, minitas, con uniforme. Y de a muchas

Así que, sí. Dirección de Género. En el Ministerio de Defensa. Y con incansables delirantes que llevan adelante proyectos imposibles, algo a lo que, por suerte, nos estamos empezando a acostumbrar en la Argentina actual.

Releo y me digo que es incorrecto. No la frase, sino que nos acostumbremos. Me subrayo que es incorrecto si naturalizamos lo hecho; pero me aliento al ver que esto de hacer, incluso, lo imposible, se nos está haciendo costumbre.

Bueno. El nudo de este relato es que desde la impensada, insólita hace apenas unos añitos, increíble para desconocedores, humillante para tradicionales, asquerosa para la derecha, delirante para los cínicos, Dirección de Género del Ministerio de Defensa me estaban convocando a participar de una aún más exótica actividad.

Era la ratificación de lo imposible. Era desopilante. Y era un delirio.

-Desde ya, Malena. Fue mi respuesta.
-Contá conmigo. Ahí voy a estar.

Y me quedé pensando. El sí me salió de las tripas antes de que ella terminara de contarme y sin que le costara nada convencerme. Era, como digo, casi un delirio. O sea, era imposible negarse a participar.

Así fue que llegó el jueves 28 de noviembre. Locura, horarios que no cierran, hijos… y taxi, ya casi inaccesibles porque Mauricio siempre es Macri.

“¿Al Ministerio de Defensa o al edificio del Ministerio de Guerra?”, me consultó el chofer. Y dudé. No de la existencia de un Ministerio de Guerra, que sé hace décadas que no poseemos, sino de la ubicación exacta del sitio al que yo debía ir. Porque él se refería, interpreté, al edificio que uno vincula, por nombre, con Libertador; y por imagen, con esa en la cual las escalinatas no están sino copadas por hombres de caras con betún y liderados por Aldo Rico, durante aquella revuelta carapintada que terminó a los tiros en pleno Paseo Colón.

Era un delirio, bien desopilante, imposible: kirchnerismo en estado puro. A eso me habían invitado, así que abandoné la vacilación. “Sí, claro, señor. Voy al edificio Libertador”.

Cuando bajé del taxi no vi sino lo que mis ojos –juro- jamás olvidarán. En ese lugar donde después de aquel levantamiento pareció quedar prohibido para siempre el ingreso de una democracia que excediera lo formal; ahí, todo a lo ancho del espacio que ocupan las columnas, colgaba una bandera de un color poco común para un inmueble público. Violeta para más datos. Con la inscripción “No a la violencia”, para mayor precisión.

Las rejas de ingreso, abiertas de par en par. Y en la Plaza de Armas -esa presentación que siempre ofrece la imponencia edilicia para ir ubicándonos en la pequeñez de nuestra humanidad- no había ni tanques, ni cañones, ni bayonetas, sino un ejército… un ejército de féminas. Cada una en su puesto de lucha y de recuperación de dignidad: en sus stands de venta de lo producido por ese inmenso mar humano que es la economía social y que ya ha generado un millón de puestos de trabajo, muchos de ellos para las mujeres que han podido huir de la trompada marital que era parte de su paisaje diario.

Ponchos, dulces, carteras, adornos, remeras… y mujeres.

Subí las escaleras, reconozco, aún incrédula. “Disculpe”, le susurré a un hombre de uniforme. “Acá hay un encuentro…”, “Si, si”, me dijo el ¿oficial? –siempre fui una absoluta, completa y total ignorante en estas cuestiones de comprender qué grado o cargo ostenta cada insignia-. “El encuentro por el día contra la violencia de género. Es en el salón San Martín”, me informó él.

¿Dónde me había metido? ¿Dónde nos había metido este proyecto político? ¿Dónde había puesto a las Fuerzas Armadas la conducción civil? ¿Era acaso en serio que finalmente estábamos construyendo alguito de eso del ejército de Belgrano y de todo aquello eso que de tan hermoso que suena nadie cree?

Seguí caminando. Muy simuladamente oronda y con el andar de una supuesta certeza. Nadie me detuvo ni me hizo pasar la cartera por una cinta de rayos, ni me indicó que debía atravesar un detector de metales. ¿Confían en mí? ¿Cómo saben quién soy? ¿No sospechan que yo pueda estar acá con la única intención de querer hacer volar todo esto por los aires?

En eso estaba cuando, finalmente, me detuvieron. Eran dos…

Eran dos pibes de no más de 35, quienes después de saludarme me ofrecen lo que cargaban: “¿Un mate, Mariana? Vení. Es por acá”.

Y me acordé de la enseñanza que me había regalado la bellísima Lilia Ferreyra, última compañera de Rodolfo Walsh: A la ESMA -me había dicho ella- hay que entrar taconeando fuerte porque así se convoca a los fantasmas buenos que todavía andan por ahí.

Era como una realidad en espejo. Y taconee. Y mientras lo hacía caí en la cuenta de cuánto significado castrense tiene eso del taquito, del militar, y cuánta acepción femenina una puede otorgarle si a eso le dice calzarse los tacos.

Andaba en esto, divertida con el juego de palabras cuando levanté la vista y un cuadro de la capitana Juana Azurduy me dio la bienvenida al salón principal de ese mega edificio tan, pero tan marcial. No estaba en un rincón, ni arrumbada, ni en un sitio de ocasión con el único objetivo de cumplir con lo políticamente correcto de mostrar que está. No, nada de eso. Es ella quien abre el paso al corazón del espacio protocolar.

Y ahí estaban. Más de mil mujeres. La mayoría de uniforme. Militar unas; y otras, con ese que lo es también, sólo que conformado por prendas y calzado cómodo para poder darle y darle, por ejemplo, a la máquina de coser.

Y ahí estaban el Ministro Agustín Rossi, las mujeres de la Dirección de Género, las de ayuda a las víctimas de trata, esa abogada y querida amiga que le mete el cuerpo y la cabeza por igual tanto a la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual como a las actas de la Dictadura, las de la Unidad que permite que una ley como la de protección integral sea algo más que un bello articulado, diputadas metidas hasta el tuétano con la pelea de las mujeres y la defensa de las más vulnerables, la Ministra de Desarrollo y el Vicepresidente por teleconferencia desde Río Gallegos, un lindo número de militantes y de funcionarias de otras dependencias,

algunos otros hombres y hasta un comodoro al que le encantó la definición de feministo con la que luego lo bauticé. Y para volver fotografía perdurable esa jornada de encuentro, todas y todos, con la mano en alto y la tarjeta roja al maltrato a las mujeres.

Y pensé en la transversalidad. En cómo se colaban en ese salón:

* lo que significó la poco conocida decisión de que las mujeres militares dejaran de hacer el ridículo adaptando su cuerpo a las prendas de los hombres y se resolviera que fuese la ropa la que se adaptase a sus formas femeninas;

* el debate sobre nuestra ya epopéyica ley de medios porque habíamos aprendido que sólo lo que se hace carne en el pueblo llega para quedarse;

* la figura de un funcionario, ministro o secretario que entiende que el Estado y su función no es el cachito de oficina, departamento y mediocre resolución que le queda a la firma, sino todo el ámbito de lo público;

* las 48 horas previas de negociación con España por la cuestión Repsol porque vimos casi en vivo y en directo que si queremos que las cosas se hagan en serio deben ser los Estados los que tienen que meter la cuchara;

* las tapas de los poquitos medios que se animaron a llevar a la cúspide esa información de estos días de que en lo que va del año esas 209 mujeres asesinadas no son fenómenos asilados sino que eso tiene nombre y se llama femicidio;

* el fin del discurso de un jefe de bloque de senadores que se atrevió a decir delante de todos que lo hay que cambiar, sencilla y simplemente, hay que cambiarlo.

* lo que implica la política de memoria, verdad y justicia cuando trae como contracara el intento de construir unas fuerzas armadas populares y al servicio de algún proyecto que no sea el propio sino el de un país.

Era como un operativo Dorrego, pero violeta, de tacos, con falda por arriba de la rodilla y con la cantidad de rímel que el gusto indique.

Y ratifiqué que eso no se hace si no es desmalezando la lógica, no de una dependencia, ni de una fuerza, sino atravesando con una filosa daga de batalla cultural cada rincón de cada ministerio; cada oficina de cada ámbito del Estado, pero sobre todo, cada cabeza de cada habitante de este suelo.

Quizás entendimos mal. O tal vez ante el freno, se buscó otro rumbo para lograr el objetivo. A lo mejor, de lo que se trataba aquello que Néstor Kirchner tanto nombró y que –supuestamente- tan mal le salió, no era atravesar con una misma idea a varios partidos políticos, sino hacer que un hilo más sutil, pero más fuerte nos fuera engarzando uno a uno, a individuos, sectores y espacios de la cosa pública. Que eso de ser transversal no eran sellitos partidarios y representación parlamentaria para manos levantadas, sino acuerdos mínimos de grandes mayorías para manos tendidas que permitan que quien la pasa mal encuentre de qué agarrarse. A lo mejor, se trataba más de un viento huracanado que sacudiese las estructuras hasta conmoverlas que de acuerdos y votos en comisión.

Entendí que lo importante no era que en las Fuerzas Armadas no hubiera más mujeres golpeadas, ni de que las minorías encontrasen un lugar. De lo que estábamos hablando era de que cuando lo que se hace, se hace para que el y la que no sabía cómo, hoy pueda subirse al tren y ser parte del resto, quien más gana no es el recién llegado a la inclusión, sino todos los que ya estaban. Porque desde el preciso instante en que uno se suma, la mayoría es quien se transforma en algo mejor.

Y hubo charla, y hubo panel, y hubo disconformidad, y hubo malos entendidos, y hubo desacuerdos. Es decir, hubo realidad pura, cruda y dura. Política. Negociación de los conceptos. Forcejeo de lo establecido. Hubo Argentina en movimiento. Hubo territorio vivo.

Y hubo, aún, más sorpresas. Porque las jornadas de ese estilo tienen el bendito capricho de querer tatuarse, de grabarse a fuego en las memorias de los sensibles. Y a la formalidad del cierre, al acto de coronación y la cena de cierre le sobraban de esos detalles que hacen que uno se vaya a la cama pateándose la mandíbula.

La tarde se estaba yendo. La locutora anunciaba las formalidades por venir y en medio de unas sillas se observa un saludo: cuatro hombres se abrazan con afecto. Dos de ellos llevaban la híper identificadora ropa caqui, el tercero iba de blanco con esos detalles de dorado sólo atribuibles a la Marina y el cuarto era un civil. Uno bien chillón y escandaloso que hace del llamar la atención su sello de participación. El paladín del matrimonio igualitario no sólo departía, sino que se estrechaba en el saludo con altos mandos de las Fuerzas Armadas. Fue extraño porque él no era “el puto” y ellos no fueron “los milicos”. Fue un gay hombre militante de una idea enlazado en el aprecio con tres miembros de la jerarquía militar. No todos los días uno ve esa imagen. No todos los días al prejuicio le gana el respeto.

Por la noche, la Fragata Sarmiento fue el escenario de una cena frugal, relajada y amena. Conversaciones, felicitaciones, saludos, reconocimientos, algunos chismes, las inevitables especulaciones y mucha política; mucha charla sobre la minucia de la cotidiana y sobre los grandes desafíos próximos de la patria.

“¿Quisieran recorrerla?”, propone el capitán refiriéndose a ese segundo hogar que, apuesto, conoce más en detalle que el que comparte con su esposa. Y se armó la vista guiada. Los cuadros, la historia, los ex presidentes, el inevitable Sarmiento y esa alfombra tejida a mano en el salón principal… De la India, Kazajistán, Turkmenistán… no sé de qué país había viajado el tapete porque un sonido se robó mi atención.

Y otra vez aquella Malena. Nos miramos, dudosas. Nos fuimos acercando. Y esperamos que la otra nos quitara del ensueño: ese sonido jamás podía provenir de allí.

“¿Los Dinosaurios?”, me animé. Y nos encaminamos. Sólo seguimos la melodía. Y lo confirmamos. Y vimos cómo la primero travesura se convertía en imagen de un tremendo otro país: un joven funcionario del Ministerio se había atrevido, sin el enojo ni del Capitán ni de ninguno de los uniformados que formaban parte de la comitiva, a sentarse en una silla de 1897 y ante un piano de 1925 a tocar esa pieza de un García auténtico que ya es himno nacional para exorcizar el horror.

Y fue invitación. Y un jueves de una semana en un barco insignia de un país extraño entonamos y casi gritamos, civiles y uniformados, que aquellos dinosaurios, sabíamos, iban a desaparecer.

Y se me aparecieron. Todos. Los incansables delirantes que llevan adelante proyectos imposibles, algo a lo que, por suerte, nos estamos empezando a acostumbrar en la Argentina actual.

Releo y me digo que no suena bien. No la frase; que nos acostumbremos. Lo que sí viene bárbaro es que esto de hacer, incluso, lo imposible, se nos vaya haciendo costumbre.

Era la ratificación de lo imposible. Era desopilante. Y era un delirio.

-Contá conmigo.

Me repetí. Cuando pasen estas cosas, yo quiero estar ahí. Y me quedé pensando. Porque, como digo, es casi un delirio. Y es, precisamente por eso, imposible negarse a participar.