domingo, 14 de septiembre de 2014

Programa SF 125 - Emilce Moler - 13 de septiembre de 2014




Palabras más, palabras menos
A propósito de los miedos frente a otro aniversario de “La Noche de los Lápices”
Por Mariana Moyano

Editorial SF del 13 de Septiembre de 2014

Es chiquitita, bajita. Inevitable que, a primera vista, den ganas de protegerla. Tiene una sonrisa inmensa, que además de ocuparle medio rostro, le ilumina la mirada. Es, claramente, una mujer de acción. Lo que, de ningún modo, quiere decir que la palabra y el pensamiento no ocupen un lugar central en toda su vida política e intelectual. Pero ella guarda el testimonio para los específicos momentos en que piensa que éstos harán la diferencia. No lanza frases al aire porque sí, de ocasión, simplemente porque puede. Espera que la circunstancia sea la oportuna para que eso dicho, también haga.

Estuvo detenida, estuvo desaparecida. Le hicieron daño, mucho. Físico y de los otros. Pero zafó porque puso la cabeza en movimiento. Porque le encontró la vuelta. Porque fue precisa, exacta, podríamos decir, matemáticamente minuciosa. Y así, quizás por eso, su palabra en sede judicial tuvo especial relevancia: en primer lugar porque fue la primera ex detenida desaparecida de lo que una época fijó como “La noche de los lápices” que pudo contar lo sucedido en el centro de detención clandestino llamado Arana, lo que se sumó a aquello que se sabía sobre el Pozo de Banfield; y en segundo término porque –y esto es de pura cosecha personal- cuando uno lee su testimonio encuentra un orden, una exactitud de ciencia dura, que la hace, como me dijo uno de los jueces que más víctimas ha escuchado, una “testigo sumamente creíble y confiable”.

Y así es que desde hace rato ella habla. Cuenta lo que le pasó y aporta datos, muchos datos de extrema fidelidad. No habló ante el tribunal del juicio a las juntas, pero sí declaró ante el Equipo Argentino de Antropología Forense en 1985; en el Juicio a Ramón Camps en 1986; en los juicios de la verdad; ante el juez Baltazar Garzón; y a metros de Miguel Etchecolatz cuando lo juzgaban a él y al conocido como circuito Camps.

“El impacto de ser sobreviviente lo sentí ante el EAAF. Me preguntaban detalles, como si me acordaba de fulano y si él tenía pantalones de corderoy. Dato importante porque habían encontrado fibras de esa tela entre los cuerpos. Entonces yo aporto ahí. Puedo contar el adentro. Por eso es que los ex detenidos tenemos una responsabilidad social”, dice Emilce Moler en una de las tantas entrevistas que le han realizado. Pero aclara de modo terminante: “No soy sólo una sobreviviente. Hice todo para no ser sólo sobreviviente”.

Cuando leí esta declaración viajé de inmediato a una de las respuestas que logró Benjamín Ávila en su excelente documental Ex ESMA, cuando uno de sus entrevistados dice: “yo no soy un sobreviviente. Soy un testimoniante”. Alcoyana, Alcoyana. Bingo. ¿Es casualidad? ¿Es una coincidencia que dos (o miles, da lo mismo) ex detenidos desaparecidos vayan por la misma senda en la reflexión sobre su palabra posterior a la salida del cautiverio? ¿Es sólo una eventualidad que militantes de antes que lo son de ahora también tengan tan profunda meditación sobre el rol de la palabra?

Hace casi 30 años que Emilce Moler habla. Ante los tribunales, los jueces, a metros de los genocidas y de sus torturadores, pero también en escuelas, en instituciones educativas donde hay chicos, jóvenes, pibes de la misma edad que tenía ella cuando la madrugada del 17 de septiembre un grupo de encapuchados que dijeron ser del Ejército se la llevaron de prepo de su casa familiar para que formara parte de los 10 estudiantes secuestrados en aquel operativo y de los 4 que lograron sobrevivir.

“Es un desgaste muy grande ir a dar una charla. Me quiebro a veces emocionalmente cuando veo a las chicas y a los chicos, porque tomo conciencia de lo que era yo. Es una carga muy intensa y no la quiero perder, ni ponerme el casete. No quiero ser una figurita de Billiken. Aunque diga siempre lo mismo, quiero tener el corazón abierto para poder recibir también. Me he sentido muy mal en muchos lugares porque no saben nada. Allí no me necesitan a mí, necesitan a un profesor de Historia”.

Es chiquitita, menudita, dulce y amorosa. Pero es dura. Es brava. No es autocomplaciente ni con ella ni con los demás. Sabe que su historia no puede ser una efeméride y que el momento político necesita palabra, pero no bla bla, sino palabra con peso específico, palabra política.

“Muchas veces me pregunto: ¿por qué me llaman a mí? Porque soy docente, universitaria, rubiecita, doctora, no anduve con armas. De la cuestión armada no se habla todavía. Yo les caigo bien a todos. Después, con ese tonito digo lo que pienso, bajo línea. No es bueno eso, porque significa que no hubo aprendizaje. Me llaman porque fuimos (entre comillas) "víctimas inocentes". Recién ahora, con estas políticas nacionales, se habla más. Pero nadie cuestiona "La noche de los lápices" desde ningún lugar. Porque éramos “unos pobres chicos del secundario”, reclamando por el boleto estudiantil y nos mataron. Primero, que no éramos eso, teníamos un proyecto político, éramos militantes; y segundo, que no alcanza para comprender el hoy”, reflexiona y agrega como subrayando y con resaltador: “Además, haber vivido una historia no me habilita a dar respuestas. Para hacerlo tengo que estar formada”.

Me impresiona la firmeza, el rigor, y hasta diría, la severidad con que mide lo dicho y lo suyo por decir. Y como este texto pretende ser algo más que una sinopsis de una persona, algo más que un recuerdo lavado de lo ocurrido en aquel septiembre de 1976 con aquel grupo de estudiantes secundarios de La Plata, algo más que una mirada edulcorada y lacrimosa de ese pedazo del genocidio, me resulta inevitable conectar, hacer un puente, entre los modos en que esta ex y actual militante mide y se esfuerza en los cómo de las palabras y la autorización de la voz que varios grupos de construcción de ideología le otorgaron a un individuo -que hizo, justamente eso, hablar en términos individuales, de persona sola en un mundo aparentemente llano y sin complejidades- que ante cada pregunta o disparador temático desbarataba dos mil años de intento civilizatorio pisoteando cualquier mínimo armado de una estructura de razonamiento.

“Sus contundentes declaraciones sobre la inseguridad”, rezaba el graph que iba encabezado con el nombre propio del actor, quien se volvió protagonista de un debate complejísimo y lleno de aristas; lo que muchos llaman “la inseguridad”. Era en un canal al que le gusta el tachín tachín antigubernamental pero cuya lógica convive en muchos otros medios. Porque acá el hueso es bien duro de roer. No se dividen aguas fácilmente y la imprecisión verbal y semántica –y, por ende, ideológica- chorrea para todos los costados.

Éste, el actor, era un caso grave de puesta en primer plano desde un yo completamente carente de solidez argumental. Pura carne viva. Todo lo contrario de quienes, como Emilce, como las Abuelas, como las Madres, como las Madres del dolor, como las Madres del Paco, como los pibes de La Garganta Poderosa, como los HIJOS y como tantos otros, supieron convertir su dolor privado en una travesía compleja para ir un paso más allá del regodeo en la tragedia individual. Todos aquellos que pudieron ubicar que eso padecido formaba parte de una madeja mucho más grande y enredada que esa aflicción particular. Que lograron pasar del yo al nosotros completo. Que pudieron poner “buenos” y “malos” en la misma licuadora porque, ante todo, hicieron el infinito esfuerzo por comprender. Que lograron colocarse bien lejos de esa perversión vuelta mecanismo mediático -y ya social- de que la tragedia privada inmediatamente nos convierte en cita de autoridad sobre todas las aristas de lo sufrido.

“Haber vivido una historia no me habilita a dar respuestas. Para hacerlo tengo que estar formada”, me resonaba como reiteración eterna mientras oía al actor decir: “ya sabemos que Massa y Macri han hecho cosas muy buenas con la seguridad… Pero yo no soy opositor porque no estoy haciendo política. Yo hablo sin careta y sin ideología… Porque hay que sacar la ideología y lo que hay que hacer es que reúnan un equipo técnico en un hotel y saquen de ahí un plancito… Yo no tengo ideología. No creo en los partidos. Yo me comprometí en política una sola vez, con Alfonsín, por el sufrimiento de las Madres de Plaza de Mayo… Yo me crie con Pepe Campagnoli, soy amigo de Pepe… Quiero soluciones de sentido común. Yo paso de la ideología. Ese concepto lo tengo re claro”… No llegó a hablar de los “derechos humanos de los delincuentes”, pero pegó en el travesaño.

Uf! De una pieza me quedé al fin de su alocución.

¿Cómo se desarma? ¿Cuál es la primera porción a quitar de semejante malentendido, de semejante mar de contradicción, de semejante oxímoron presentado como argumentación? ¿Cuánto hay de ignorancia ajena y cuánto de error propio en os límites que se presentan para ir poniendo en primer plano el reverso de la cultura aún hegemónica?

El paso del tiempo y los cambios en el día a día del batallar político ayudan. “No vamos a ser protagonistas de ningún cambio importante. Pero, bueno, seremos una buena retaguardia”, le decía resignada y más cerca del bajón militante que del estado de euforia que provoca la construcción colectiva Emilce Moler a Página 12 en septiembre de 1998. En aquellos días donde no sólo habían arrasado con todo, sino que parecía que nada íbamos a poder poner en pie.

Hoy, ella, como tantos sobrevivientes de los centros de detención pero también quienes lograron perdurar frente al cinismo y al hastío, y quienes pudieron hacerle ole a la desesperanza y revivir, hacen un brutal esfuerzo por ponerle cada vez más peso específico a las palabras. Para que se engarcen, se tatúen en la piel colectiva y perduren. Es decir, para triunfar por sobre la liviandad, la superficialidad, la falta de complejización, las generalidades, las vaguedades, la descontextualización y la frase vacía, esos tremendos y poderosísimos condimentos de la receta que mejor aplican las derechas; esas que saben a la perfección como poner la indignación a los gritos en el medio de la arena social, cargarla hasta el tope con un poquito de liberalismo y otra dosis de fascismo local, simplificar el decir hasta que hasta twitter parezca La Ilíada y presentar la generalidad más banalizada como el sentir “de la gente”, el general, el de todos. Esa derecha no confesada que tiene las argucias y la llave para cerrar el arcón y clausurar la posibilidad de escapatoria.

“Antes –explica Emilce sobre aquello que ella observa ocurre con la puesta en público de su palabra- cuando observaba a los chicos con un trabajo serio, con preguntas preparadas, con la elaboración del tema, yo salía muy reconfortada. Pero ahora, a veces veo una sobresaturación de todo esto. No veo una comprensión en el hoy. Es decir: existe una condena social a la dictadura, lo cual no es menor. Pero no hay una vinculación con lo que se vive hoy. Eso se ve en el rechazo a los piqueteros, por ejemplo. En el 2003, los mismos chicos que me llamaban para una charla y se mostraban afectados por lo que me había sucedido, se indignaban y decían "¡Qué barbaridad! Mirá los negros con los palos". Observo que en algunos lugares hay una condena a la dictadura y a los genocidas, pero no veo esos atisbos en las cuestiones que permitieron esa dictadura. Eso está faltando. Antes de las acciones de Kirchner, era predicar en el desierto. Ahora hay que ver qué se hace con cierta sobresaturación. Es necesario ponerle mucho más contenido; a ese ayer, pero en el hoy, en la construcción de la ciudadanía, en los valores y en la solidaridad”.

Da en el clavo, Emilce, pega en el centro del problema. Porque pide palabra con peso específico. Porque nota con claridad que en esa debilidad es en la cual las derechas saben perfectamente cómo inocular el veneno; como engendrar uno más de los tantos huevos de la siempre misma serpiente.

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