domingo, 14 de diciembre de 2014

Programa SF 138 - Eduardo Rinesi - 13 de Diciembre de 2014


Democracia.
por Mariana Moyano (a 31 años de Democracia y desde la Plaza de Mayo)
Editorial SF del 13 de diciembre de 2014 

Era, y mucho más para esos años, chiquita. 13 años tenía. Y fue la primera vez que vi en vivo y en directo la Plaza de Mayo repleta.

Era un 10 de diciembre. Para entonces, EL 10 de diciembre. El de 1983. Fue mi bautismo de fuego en el más simbólico de los espacios públicos de la Argentina. Recuerdo que los miles que estábamos ahí le dábamos la espalda a la Casa Rosada. Aún estaban ahí los monstruos de carne y hueso y los fantasmas de sus hechos. No había mucho que celebrar -era el mensaje- mirando de frente hacia esa sede de gobierno.

Raúl Alfonsín habló desde el Cabildo y terminó su discurso con lo mismo que había cerrado cada acto de campaña: esa partecita de la Constitución que es el preámbulo, que recorríamos y recorremos poco, pero que para esos días se aparecía como algo de luz en medio de sólo tinieblas. “Luchamos –concluía el entonces candidato y el ya presidente en ejercicio desde ese día- para constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino…”. Y el público estallaba en aplausos, en lágrimas y en esperanzas.

Pero incluso en aquellos años, con mi incipiente juventud apenas a cuestas no era esa la parte que más me increpaba. Probablemente sí la que más me conmovía, pero no era la que me interrogaba, la que me ponía a pensar. Es decir, la que me generaba la responsabilidad de la acción. El momento de las palabras de Alfonsín que más que inquietaba era el anterior, el inmediato anterior a ese -como le decía él- rezo laico, esa oración patriótica que, exactamente, como en misa, quienes lo oían repetían junto con él. Me impactaba cuando él iniciaba ese ya a esta altura fílmico momento; cuando iniciaba la comunión: “…Y en todas partes he dicho –comenzaba él-, y permítanme que lo repita hoy, porque es como un rezo laico y una oración patriótica…“ Y ahí venía lo que me llegaba a lo más hondo en aquellos días de viaje iniciático a la vida política: “que si alguien distraído, al costado del camino, cuando nos ve marchar, nos pregunta cómo juntos, hacia dónde marchan, por qué luchan. Tenemos que contestarle con las palabras del preámbulo y que marchamos, que luchamos para…” enumeraba los patrióticos motivos de nuestro encuentro.

Me sacudía eso de marchar, codo a codo con otros, unidos, a sabiendas de hacia dónde y por qué íbamos y que al costado, a la vera de ese camino hubiera unos distraídos con preguntas en busca de fundamentales respuestas. ¿Cómo juntos? ¿Hacia dónde marchan? ¿Por qué luchan?

Se trata de preguntas que siguen interrogando. Incluso hoy. Cuando alguien, sin pudor, mete en una misma frase “curro” y “Derechos Humanos” -y no como interrogante incómodo, sino como bandera plantada a la derecha- y utiliza el accionar de un estafador para intentar manchar un pañuelo blanco, las interpelaciones siguen siendo las mismas. ¿Cómo juntos? ¿Hacia dónde marchan? ¿Por qué luchan? ¿Qué festejan? ¿Qué celebran? ¿Qué conmemoran?
Porque la democracia puede ser una solemnidad. Un minuto de silencio para los caídos que uno siente propios. Puede ser un acto oficial; una fecha trajecito sastre en el calendario del funcionariado. Puede ser una acción casi mecánica cada cuatro años, realizada en día domingo, entre desayuno y almuerzo familiar o con la fiaca post siesta. Puede ser un acto de supuesta rebeldía con una feta de salchichón. Puede ser un versito apropiado en boca de apropiadores. O puede ser una manifestación de futuro. Una fiesta popular. Un crecimiento diario. Uno de tantos movimientos de compromiso. Una práctica militante. Una realización cotidiana. Una batalla permanente. Porque aún estamos dando la pelea: todavía hoy la democracia puede ser un gesto de cinismo o un ejercicio de civismo.

Nuestro Eduardo Rinesi hace un recorrido que bien podría responder algunas de las tantas preguntas que nos hemos hecho acerca de desde qué modo de vida hemos abrazado la palabra democracia. Dice él que “la democracia fue pensada sucesivamente, entre los tramos finales de la última dictadura cívico-militar y estos días que ahora transitamos, como una utopía, como una rutina, como un espasmo y como un proceso”.

Democracia es una palabra cara. Cara a los sentimientos de las víctimas directas del terrorismo de Estado, a un Estado ultrajado por los capitales más especuladores, a una ciudadanía empobrecida por pagar deuda privada, a millones de cerebros colonizados por la pata cultural del consenso de Washington primero y el uno a uno después, a un pueblo que –paradojas y crímenes de la historia mediante- batalla férreamente hoy por conseguir como horizonte de mínima justicia lo que en 1973 era el fifty-fifty cotidiano.

“¿Por qué ponemos el eje en los militares?” se preguntaba en 2006 el mismo jefe de ciudad que por estos días habló de curro con el diario La Nación. Y no es una pregunta desatinada, si la perspectiva para atenderla nace de la vereda de enfrente del gobernante ingeniero.

Jorge Rafael Videla, el mismísimo ícono del terror uniformado viene desde el pasado con esas sugestivas apariciones poco antes de morir. “Mi relación con la Iglesia fue excelente, mantuvimos una relación muy cordial, sincera y abierta. No olvide que incluso teníamos a los capellanes castrenses asistiéndonos y nunca se rompió esa relación de colaboración y amistad”, sostuvo ante la revista española Cambio 16 y agregó allí mismo: “los empresarios también colaboraron y cooperaron con nosotros. Incluso nuestro ministro de Economía de entonces, Alfredo Martínez de la Hoz, era un hombre conocido de la comunidad de empresarios de Argentina y había un buen entendimiento y contacto”. Entonces, eso, ¿por qué ponemos el eje en los militares? Cuando los poderes permanentes no son ni han sido ni las Fuerzas Armadas ni la dirigencia política.

Alfredo Yabrán sabía de poder real porque lo conocía desde adentro. Y por eso ha de haber sido que lo definió mejor que un par de libros: “Para mí el poder es impunidad” y completó su obra maestra de revelaciones con aquel “para mí que me saquen una foto es como que me fusilen porque el poder debe ser invisible”. Es decir, silencio, no rostro, no nombre, nulo conocimiento e invisibilidad. Eso es lo que garantiza la impunidad, la que necesita el poder para poder seguir siéndolo.

Puede que hayan sido el primer acto de su show, las palabras del represor Ernesto Barreiro, tal como lo dice la testigo clave en juicio de La Perla, Susana Sastre, pero algo me resuena a crujido. No porque los datos brindados por el no-contento-con-ser-torturador-encima-carapintada brinden algo nuevo, sino porque el hablar aunque nada se diga hace algo más que el silencio. Quizás fue un espasmo. Pero tal vez dependa de con cuánto civismo sepamos mirar para volverlo proceso.

Esta semana llegó el 116 y nos alegramos, pero nos parece ya algo conquistado. Esta semana logramos el apoyo de la Cumbre Iberoamericana contra los buitres y nos alegramos, pero nos parece ya algo conquistado. Esta semana se dieron a conocer más detalles de la vinculación de los dueños de la plata con el golpe del 76, y nos alegramos, pero nos parece ya algo conquistado. Esta semana, fue condenado un ex subcomisario por fraguar datos en una causa de restitución de otro nieto, y nos alegramos, pero nos parece ya algo conquistado. Esta semana se presentó un documental sobre los HIJOS y nos alegramos, pero nos parece ya algo conquistado. Esta semana se supo más de la maniobra del HSBC y se siguieron corriendo velos del poder económico y nos alegramos, pero nos parece ya algo conquistado.

Pero no estaría mal que volvieran a aparecerse esos, los del costado del camino, los que preguntaban ¿Cómo juntos? ¿Hacia dónde marchan? ¿Por qué luchan? Porque pese a lo mucho de civismo, aún hay demasiado de cinismo. Si tiene razón Eduardo, y de la utopía hemos avanzado hacia el proceso, no sería demasiado aventurado asegurar que en este camino de desenredar la madeja estamos llegando al nudo; echando luz, haciendo foco, obligando a mirar. Y eso no gusta porque a los que alumbra, los asusta.

No es una celebración cualquiera. No es redonda, ni hay regalo de calendario de que hoy justo sea 10. Parece una más, pero la vivo como la más definitiva. La que merece la introspección, la pregunta auto interrogante y una enorme cuota de responsabilidad en el festejo. Estamos viviendo un regreso a la impudicia. Vemos pornográficos acuerdos de los poderes permanentes. Están en avanzada porque la política de la luz del día les viene saliendo mal.

Conmemoramos derechos y el haberlos conquistado. Pero que sea con festejo en movimiento. “La única lucha que se pierde es la que se abandona”, decía un peludo; “el que abandona no tiene premio”, canta un pelado”. Pues me parece que algo de eso es lo que festejamos hoy de los jóvenes 31 añitos de nuestra democracia. Una idea de fuego interno, de fuego intenso, vivo y en movimiento. Algo que huela a no bajar los brazos, a pelear por lo ganado y a no quedarse quietos. Y a hacer como los mayas del México profundo, que en su lengua no conocen la palabra rendición. Lo que ellos asimilan al darse por vencido es el “dejar de luchar”.

Y cuando nos pregunten ¿cómo juntos? ¿hacia dónde marchan? ¿por qué luchan? ¿qué festejan? ¿qué celebran? ¿qué conmemoran? responderles a esos distraídos al costado del camino que andamos para no doblegarnos, porque hemos entendido que la única lucha perdida es la abandonada; que queremos el premio y que hemos asumido la responsabilidad de no rendirnos, porque ya sabemos que ganar la democracia no es llegar a algún sitio, sino nunca dejar de luchar.

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