domingo, 11 de enero de 2015

Programa SF 142 - Claudia Acuña - 7 de Junio de 2014



Tiempos de felicidad.
por Mariana Moyano
Editorial del 7 de Junio de 2014

Fue muy provocador. Absolutamente disruptivo. Y nadie lo esperaba. Porque había habido apenas gestos (“simbólicos”, me acuerdo que me decían algunos amigos como modo de restarles relevancia) de cómo ese extrañísimo y desconocido presidente pensaba que debía ser el vínculo entre la prensa –la lógica de los medios, para ser más precisa- y la política.

Esas señas mostraban un núcleo de, ante todo, dos ideas básicas: en primer lugar que la política debía mandar, estar por encima de cualquier lógica ya instalada como dominante. Y, en segundo término, que los periodistas no eran ni tótem, ni vacas sagradas y, mucho menos, fiscales de la República. A ellos los concebía como iguales, con el respeto que va implícito en que un primer mandatario lo coloque a uno en el mismo sitial y con las posibilidades de estar a la par a la hora de discutir. O sea, gana el que tiene más argumentos, no el que ha elegido determinada profesión.

Era claramente otra mirada, otra lógica, otro paradigma. Era poner patas para arriba no sólo la última década de pleitesías a todo aquel que se presentara como miembro de la prensa, sino los doscientos años de sentido común liberal, dentro del cual el periodista era el intelectual intocable, cuya palabra chorreaba algo así como agua bendita.

Me acuerdo que aquellos primeros “gestos” –ratificados y sellados a fuego apenas se inició el conflicto político, pero sobre todo el cultural alrededor de la resolución 125 de retenciones móviles para el agro- no sólo me fascinaron, sino que me dispararon dos acciones inmediatas. Una académica o intelectual, si se quiere. Y otra absolutamente personal y familiar.

Respecto del primer movimiento, sucedió que recordé cabalmente aquella memorable, molesta y por ende ocultada frase del maestro, referente y modelo –y a veces lamentable y dolorosamente vaciado de contenido- que es Rodolfo Walsh. Una declaración que no es lo suficientemente conocida entre quienes lo respetan honestamente como para poder hacerla carne y que ha sido tácticamente ocultada por quienes han intentado pasteurizar su nombre al recordarlo apenas como “periodista”, sin agregarle a su mínima descripción “escritor, intelectual y militante”.

Me refiero a lo que dijo en su escrito “El delito de opinar”, publicado en la revista Primera Plana el 16 de mayo de 1972. “La libertad de prensa”, escribió Walsh, “no es la más importante de las libertades. Además, la única que merece ese nombre es la que expresa los intereses del pueblo y en particular los de la clase trabajadora”. Jaque Mate al liberalismo bobo y a los profesionales que se creen ajenos y fuera del juego de intereses de los medios en los que se desempeñan.

La segunda acción fue preguntarle a una de las pocas personas que conocen cada nucleótido de mi ADN, mi hermana. Recuerdo que después de la respuesta pública de Néstor Kirchner a José Claudio Escribano, luego de que el entonces mandamás de La Nación publicara disfrazado de artículo periodístico un pliego de condiciones y extorsiones a un presidente de la República y luego de un par de menciones con nombre y apellido a aquellos que por entonces aún nadie se atrevía a cuestionar en voz de demasiado alta, los periodistas, le consulté a ella con total franqueza y libre de toda especulación: ¿Qué es lo me entusiasma de este hombre al que voté con ganas, sin saber demasiado por qué me provocaba cierto encanto? “Ay” -me dijo ella para ponerle algo de palabra al gesto de ¿podés realmente ser tan distraída como para aún no haberte dado cuenta?- “porque Kirchner se la pasa cuestionando a los mismos con los que me venís enfermando desde que tengo uso de razón”.

Me quedé pasmada. Era así de obvio y de sencillo. Ante mis ojos, un presidente de la Nación, es decir, el lugar de la supremacía institucional, se atrevía a cuestionar y a empezar a desandar el camino que había puesto al periodismo en el sitial de mayor relevancia pública, muy por encima no sólo de la política sino de todo sector que correspondiera lo público.

Yo ya era periodista cuando en los espantosos noventa empresas, diputados, senadores, funcionarios, dirigentes, sacerdotes, representantes gremiales, líderes de ONGs y personalidades de la cultura nos reverenciaban, nos premiaban por no sé bien qué con regalos ridículos, nos invitaban a cócteles muy por encima de nuestro merecimiento y nos atendían los llamados telefónicos como si cualquier pregunta zonza fuera la máxima urgencia nacional.
Me acuerdo que detestaba ese lugar. No era para eso que había soñado con ser periodista ni para lo cual había estudiado la hermosa carrera de Ciencias de la Comunicación. Me horrorizaba que personas que estaban muy por encima de mis cualidades se sintieran menos, o temerosas frente a los micrófonos, las cámaras o las sencillas libretas con las que nos presentábamos los periodistas de gráfica. Pero más me espantaba que colegas vivieran esta situación no sólo como lo más habitual, sino como lo que no podía ser de otro modo. La naturalización del rol de vaca sagrada y de cinismo me alejaban de eso que Gabriel García Márquez había denominado “la más hermosa de las profesiones”.

¿Dónde estaban el honor, el valor y la dignidad que, supuestamente, eran inherentes a este oficio si era más fácil linchar públicamente a alguien que encontrar las palabras adecuadas para escribir una buena nota? Eso no era lo que había elegido, lo que había soñado y para lo que me estaba formando. Algo debía ocurrir. En voz baja lo decíamos en los pasillos de nuestra trinchera, la universidad. Con más jactancia lo sosteníamos en nuestros puestos de lucha, las aulas.

Y algo pasó. Primero fue que al valor político del diálogo con la prensa no le fue ajeno el espacio físico que se eligió para mantenerlo. El Presidente Kirchner le devolvió autoridad a la Presidencia. Si los periodistas quieren dialogar con la máxima figura institucional, pues deberán trasladarse a donde él se encuentra. Y no al revés.

Luego empezó a pasar que la desesperación de los colegas se hizo masiva: ¿qué era eso –parecían plantear ofendidos- de que un primer mandatario no adelantara medidas de gobierno para convertirlas en primicia y congraciarse con los más jetones del medio?

Después vino eso que los importantes vieron como una falta de respeto con el jet set profesional y que era ni más ni menos que dedicarle el mismo tiempo de respuesta a la menos escuchada de las radios provinciales que al diario que te pone la agenda a las trompadas.

Y por último, ese gesto irreverente no sólo de contestar sino de hacer explícita a través del humor la tensión –obvia, propia, innata, congénita pero enterrada y ocultada- que siempre mantendrán la política con la lógica de los medios de comunicación.

Fue a través de un aviso que se publicó en los diarios a modo de saludo por el Día del Periodista el martes 7 de junio de 2005. “Hoy estamos apretando a los periodistas”, decía en letras grandotas y a lo ancho de toda una página. Y un poquito más abajo, entre paréntesis y más chiquito: “con un fuerte abrazo”. Firmaba la Secretaría de Medios de Comunicación, Jefatura de Gabinete y Presidencia de la Nación y finalizaban el saludo con el siguiente texto: “Saludamos a quienes día a día buscan la verdad, ejercen la libertad de expresión sin temores y con su trabajo garantizan el derecho a la información para todos”.

La mayoría de mis amigos del medio se horrorizó. Y yo me espanté no sólo de la falta de humor sino por la cabal comprensión de cuánta hipocresía políticamente correcta circulaba entre colegas. Me había gustado el juego de palabras del apretón, pero más me había dejado pensando eso de felicitar en su día a quienes “buscan la verdad, ejercen la libertad de expresión sin temores y garantizan el derecho a la información para todos”. No sé bien por qué, pero tuve la certeza de que no se refería a los periodistas en general, sino solamente a aquellos que hacían eso con su profesión. No era una generalización. Era un sutil parteaguas entre los enamorados de este oficio, los que pensábamos que había algo más que el ego de nuestros nombres hechos cosa pública, y los cínicos y mercenarios.

Había algo allí que no sólo ratificaba ese re-enamoramiento más general de la política que empezaba a olfatearse, sino que, en lo personal, me reconciliaba con la profesión. En esos términos me gustaba el escenario que se abría. Porque los periodistas ya no podíamos ocultarnos detrás del mentiroso y ficticio telón de la independencia, la objetividad, la imparcialidad, la apoliticidad y toda la sarta de farsas, simulaciones y engaños con que la mayoría del medio se había embanderado y que fuese legitimado y coronado con aquel espanto vuelto discurso de Martín Fierro en 1992 de “cuando se enciende una cámara, se apaga el autoritarismo” del cerebro de Canal 13, Luis Clur.

Había sido un horror aquel discurso del jefe del canal del solcito, porque era la revalidación de la idea tramposa de que los medios son apenas canales vacuos a través de los cuales circulan mensajes sin que nadie intervenga en la construcción de discursos. Pero además, era fortalecer el mito ocultando la otra parte de la operación. Porque si con una cámara encendida se terminaba el autoritarismo, la pregunta que debíamos hacernos y que no se hacía era por qué no hay cámaras prendidas en TODOS los sitios de una República y no sólo en la arena de la política. Y porque si eso aún pueden sostenerlo algunos cronistas de quinta categoría cuando son premiados y les dan micrófono, vale hoy interrogarlos y preguntarles por qué se oponen a que un vicepresidente tenga cámaras encendidas cuando vaya a ser indagado con la certeza de ser procesado.

En su momento, como la guerra aún no era ni abierta ni declarada y Néstor Kirchner no había aprendido la parte de la lección que indica que con los dueños de medios no se puede acordar en almuerzos cerrados sino con el pueblo en la calle, al diario La Nación la solicitada del saludo no le había parecido ni agresiva, ni una embestida, ni polémica. “Particular”, dijeron en el título. Sugirieron lo que vendría, pero ni imaginaban que el kirchnerismo se iba atrever a correr todos los telones y permitir al pueblo entero ver y conocer los detalles del backstage –cuyos datos de funcionamiento se guardaban bajo siete llaves- de cómo opera el periodismo en particular, y los medios de comunicación en general. Cosas bien distintas éstas, pero que hoy gracias a que la temática es cosa pública hemos avanzado como República al saber no sólo que la disciplina tiene los condicionamientos de la propiedad, sino que los profesionales que no quieren definir su predilección partidaria o que aún hoy insisten en decirse fuera de la política tienen un enorme problema no con los demás sino con ellos, porque no llegan ni al escalón de mediocres.

La crónica sobre aquel saludo, que publicó La Nación, pero que escribió la agencia Diarios y Noticias, o sea, los propios La Nación y Clarín, era inocua para lo que leeríamos hoy. Decía: “(DyN) - El gobierno nacional saludó a los periodistas en su día a través de una solicitada en la que hace un juego de palabras en broma, aludiendo a la fama que se ganó de tener una difícil y dura relación con la prensa. (…) La expresión "apretando" a los periodistas que encabeza la solicitada es una obvia alusión a las numerosas críticas que reciben el presidente Néstor Kirchner y sus colaboradores por la complicada relación que mantienen con la prensa. (…) El presidente Kirchner suele cuestionar en actos públicos a periodistas identificándolos por nombre y apellido, o a medios en general, cuando publican artículos que no le resultan de su agrado”.
Bastante prudente el texto. Aún nadie se había animado a meterse de lleno en el barro en que opera el sistema de medios. Aún no lo habían escuchado a Kirchner reconocer que “Cristina es mucho más corajuda que yo”.

Todo lo que vino después es historia –detalle más, pormenor menos- bastante conocida. Cada espacio político sabe qué relato construyó y cada periodista sabe de qué lado estuvo en cada momento. No se trata ahora de hacer ese balance ni de contar costillas.

Pero sí sigue siendo tiempo de insistir en que “la grieta” no la abrió este gobierno. La zanja viene desde el fondo de los tiempos. Si queremos un grado cero en los libros de historia no antigua, podemos ubicar a la versión criolla de la muralla china en Adolfo Alsina. Y si nos remitimos al periodismo, vamos con el jacobino Mariano Moreno y su nada objetiva, ni imparcial, ni independiente, ni apolítica máxima de "Prefiero más una libertad peligrosa que una servidumbre tranquila". O retomemos a quien siempre estaremos obligados a leer y releer: Rodolfo Walsh. Porque él escribió la Carta abierta a las Juntas, dijo que publicó Operación Masacre no para “reflejar” nada sino para que el libro “actuara” y sostuvo que “la literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez”, entre otras tantas verdades dichas en sus textos más conocidos. Pero también puso negro sobre blanco en artículos mucho menos difundidos, por ejemplo, que: “En cuanto a la manera de informar –o deformar- de las agencias y los medios en general, sólo se me ocurre decir que su consecuencia es que la gente ya no cree nada. Ni los periodistas, ni los lectores. Salvo en los resultados del fútbol, se ha creado una forma de leer al revés”.

Lo sostuvo en 1972. Jamás tendrá idea de la actualidad y oportunidad de este párrafo en estos convulsionados, fervorosos, apasionados años que corren. Estos en los que muchos hemos podido sacarnos la mochila de farsas con las que quisieron meternos con fórceps en la profesión; éstos en los cuales gracias a todos quienes se atrevieron podemos sostener que los periodistas somos actores de la política -militemos o no- sin que nos miren raro y se rían mientras nos acusan de no haber visto caer el Muro de Berlín; estos “tiempos de felicidad”, como rezaba el lema de la Gazeta de Buenos Aires que fundó la Primera Junta de Gobierno Patrio y por cuya primera aparición celebramos el día del Periodista: “estos tiempos de felicidad en los cuales se puede sentir lo que se desea” y, además, “es lícito decirlo”.

domingo, 4 de enero de 2015

Programa SF 141 - Andres Asiain - 3 de Enero de 2015

Programa SF 140 - Anibal Fernandez - 16 de Agosto de 2014


El analfabeto político.
por Mariana Moyano
Editorial SF del 16 de agosto de 2014

El motivo va de la mano de los niveles de cinismo, de oportunismo o de básicos márgenes de dignidad. Lo cierto es que se vieron obligados a reconocer primero la alegría popular por una selección de fútbol que regaló bastante más que deporte. Luego debieron mostrar un nivel al menos mínimo de decencia patriótica frente a la peor carroña del capitalismo financiero mundial. Y después no tuvieron más alternativa que aceptar la emoción del 99,999 por ciento de la población con la llegada al universo de la verdad de Ignacio/Guido. Haya sido por aceptación genuina, por la exigencia de las encuestas o por algo de olfato, lo cierto es que los medios y políticos que no pueden terminar de rifar lo poco de credibilidad que les queda, durante los últimos meses mantuvieron más o menos a raya las toneladas de mala onda y pesimismo que vienen derramando a diario desde hace unos años.

Pero pasado el huracán celeste y blanco y los Maschefacts; conocidos los detalles del primer round en la batalla contra los buitres y a medida que uno se va habituando a la brisa cálida de la restitución, los de siempre volvieron a lo suyo con el hundimiento de su política en el lodo, el veneno destilado disfrazado de eso que llaman “inseguridad” y la tergiversación más a mano y burda.
Dejemos para más adelante la frivolización de la tarea más noble y vayamos directo a dos ejemplos que nos quedan bien a mano y nos permiten ver la trampa diaria.

Fui día por día. Y miré y leí en detalle las tapas y la presentación de esa creación de clima que en la jerga decimos “agenda”. Y ocurrió lo que me suponía. Me sonreí porque son de manual. La primera vez que al dispositivo se le habían visto los hilos fue en 2008, durante lo que algunos con el cachito de cabeza colonizada aún denominan la “crisis del campo”. Me acuerdo muy vívidamente de un día en el aula. Una alumna habló embebiendo de fina ironía cada palabra: “Che, resultó buenísimo para todos esto de que el gobierno nacional la emprenda contra la Sociedad Rural. ¡Durante los 90 días que duró el conflicto no hubo casi casos de inseguridad! ¡Qué genial! O…, bueno, al menos así nos lo contaron algunos medios de comunicación. Ahora que el enfrentamiento terminó, vuelve a haber delito. ¿Qué extraño todo, no?”, había comentado la estudiante.
En esta oportunidad fue igual: El Mundial, el procesamiento de Boudou, la masacre en Gaza, el supuesto default, la recuperación del nieto de Estela de Carlotto y hasta el ébola contribuyeron a que en la Argentina bajara el delito.

¿No? ¿No hay una ecuación matemática entre lo que presentan las portadas y lo que ocurre? Ah, disculpen la inocencia. Pensé que sí porque mientras estos temas estaban en la cresta, no hubo ni un título grandilocuente sobre robos y asesinatos relacionados con robos.

Las alarmas volvieron a ser encendidas recién a principios de este mes bajo las siguientes advertencias periodísticas: “Secuestros, el delito que crece en el conurbano”, “Seguridad electrónica: cada vez más hogares regulados”, “Inseguridad sin freno”, “Gran Buenos Aires violento”, “Asaltos y secuestros cada vez más violentos”, “Matan a un jubilado cada 5 días en asaltos” e “Inseguridad: en el año ya asesinaron a 23 menores”. Ninguna de estas generalizaciones pudieron leerse entre el 15 de junio (cuando rodó la primera pelota) y el 30 de julio (día en que, supuestamente, caíamos al abismo debido al default). Los delitos vinculados con la propiedad privada -es decir eso a lo que la mayoría llama inseguridad y que no incluye ni abusos sexuales, ni violencia de género- no fueron tema de tapa en ese mes y medio de balón y batalla judicial en la oficina de Griesa. Llamativo, para decir lo menos.

Sobre el falseamiento y la adulteración, ¿qué más afirmar que no haya sido ya discutido y demostrado? Valga lo de ayer, el viernes 15 de agosto, como botón de muestra de lo que vienen haciendo de lungo y siguen porque es lo que conocen. A la decisión presidencial de ir a fondo contra las aves de rapiña, funcionen éstas afuera o aquí y se llamen Elliot o Donnelley, los principales periódicos del país la definieron así: “Aplican a una empresa de EEUU la ley antiterrorista” y “El gobierno quiere aplicar a una empresa la ley antiterrorista”. Así. Bien vago. Con una falta de especificidad y especificación que permite que el distraído acentúe esa idea ramplona de que lo que más le divierte a este Poder Ejecutivo es aplicar un intervencionismo stalinista a las fábricas y a la propiedad privada. Con esta concepción vuelan bien alto, como un cóndor, como un águila o como un buitre –para usar precisión de cirujano- la idea tan desarrollada del vocero número uno de esos fabricantes de juicios inmorales a países soberanos que se dan el distinguido nombre de “holdouts” para tapar la caca que los embadurna. Me refiero al modo en que José Luis Espert –quien no se ahorra insultos ni a mi persona ni a la Presidenta- definió a la política oficial: “el estatismo stalinista que nos regala casi a diario la pingüinera gobernante”.

Y sobre la actividad más honrosa y estimable que puede desarrollar una persona, como es la política valgan un par de apuntes sobre cómo los medios han vuelto a sobrevolarla al igual que otras aves que aletean por la zona.

Es sabido que desde que los medios nacieron, si algo se les opone es la política. Ella necesita complejización, tiempo, profundidad, análisis, pormenores y detallado conocimiento de los por qué si ésta se lleva adelante en serio y con sincero deseo de transformación. Es decir, ontológicamente es lo opuesto a la lógica propia de los medios de comunicación. Es “aburrida” para este modo de dar a conocer el mundo y de abordarlo. Se opone, se enfrenta, pelea, da batalla ante la inmediatez, la instantaneidad, lo espontáneo, lo vacío, lo banal, lo superficial, lo liviano. Está en las antípodas del entretenimiento. La política necesita largo plazo y cabeza fresca. Y formación. Mucha formación, de bocho y corazón.

Durante la segunda década infame -los años noventa- política, medios y farándula parecieron lo mismo. No fue una casualidad. Fue premeditado y zurcido con ahínco. Esperaron agazapados a que política sonara más a desilusión que a sueño para ocupar su sitio.
Pongamos una fecha. Abril de 1987. Digamos que el “Felices Pascuas” nos mandó a varios a casa defraudados de la primavera. Pues bien. Allí estaban ellos, para volver al sitial, el que habían perdido en otro abril, el de 1982, cuando se cavaron la fosa de la credibilidad con el “Estamos ganando” del triunfalismo uniformado.
Unas horas antes de que todo se tiñera con el nombre de Guido, tuvimos una dosis fuerte, concentrada de intento de desterrar a la política del lugar que le corresponde. En el programa que ya lo había hecho –o intentado- en 2009 y con el mismo prototípico modo: llamar a Olivos y que el o la jefe o jefa del Estado salude con exagerada simpatía y cercanía al conductor. Y aquí quiero detenerme un instante para sentar posición de modo claro y terminante: la farandulización no es que los dirigentes políticos vayan a la televisión. Decirlo así es reducir un sistema complejísimo de simbologías y sutiles construcciones semiológicas. El problema está en si ese dirigente -o el partido político- se entrega manso a los modos de construcción de sentido de ese medio. Si se rinde a las mieles de la inmediatez. Si cree que la televisiva es la única arena en la cual disputar. Si piensa que minuto a minuto es sinónimo de voto a voto. Si cree que la generación de simpatía efímera es idéntica a empatía y confianza.

Un dirigente que no piensa, analiza, conoce e incluso va a la televisión es alguien ajeno a estos tiempos. Es decir, los medios deben formar parte de su hacer cotidiano. Pero una cosa es tener un poco de la atención puesta en ellos y otra bien distinta es ser de ellos.

Un signo (positivo y muy) de estos tiempos fue que la visita excesivamente extensa del diputado/novio y la complicidad lindante con lo obsceno de otros que tienen funciones ejecutivas fue empalagoso y disruptivo para muchos. Entonces, lo ocurrido el lunes pasado por la noche no fue parte del paisaje, no fue un dato más de la cotidiana de la televisión. Y esto tiene una y sólo una piedra basal: Néstor Kirchner primero y Cristina Fernández después comprendieron en toda su acabada dimensión aquel “¡Que se vayan todos!” -que le daba de lleno al corazón de los gerentes del hacer y dejaba de lado a los autores intelectuales del desastre- y repusieron además de la autoridad presidencial, la política en el sitio que le corresponde si pretende ser sinónimo de transformación.
Por eso la comunicación de atril, en lugar de los anuncios en sets de televisión. Por eso la palabra política en las sedes institucionales y no las primicias en las tapas de los domingos. Por eso la sorpresa en el anuncio, en lugar del off the record al diario de más tirada. Por eso el debate caliente en Diputados en lugar de los insultos televisables que terminaban volviéndose anestesiante luego del loop en que el medio convierte a la reiteración. Por eso el señalamiento hacia los medios y el debate de igual a igual con periodistas de renombre, en lugar del show en los medios y el brindis compartido con los editorialistas. Por eso el debate masivo, callejero y popular sobre la propiedad y la desmonopolización en lugar de la negociación entre cuatro paredes con los dueños de las licencias.
Todo esto no es una táctica de un par de personas astutas. Es la estrategia de quien no quiere entregarle la subjetividad -la suya y la de toda una nación-al modo autoayuda de hacer política.
“Y Aníbal lo hizo otra vez”, se manda la presidenta para iniciar el segundo prólogo que le regala al ahora senador y durante más de una década ministro kirchnerista. Y lo que hizo Fernández (hombre) que Fernández (mujer) introduce es un libro titulado “Conducción política, así hablaba Juan Perón”.

En este título, Aníbal Fernández se refiere, entre otra decena de nociones a algo de lo que aquí estamos comentando: al coaching, un término que suena a entrenamiento, a preparación física para, a repetición de movimientos y dice que: “sobre esta base se ha creado una suerte de método enlatado que, pomposamente han dado en llamar coaching político”, algo que “huele a plástico, a desodorante de ambiente llamado Rumor de un amanecer tardío en el otoño, o algo así. Huele a esteroides, a oficina con ozonificador de aire, a vida light, a milanesa de soja”, sostiene él.

Y agrego yo: suena al Ernesto Marroné de “La aventura de los bustos de Eva” y de “Un yuppie en la columna del Che Guevara”, de Carlos Gamerro. Sobre todo al de esa fabulosa escena en la cual este ex montonero devenido gerente, que luego de engullirse por décadas todos los manuales de autoayuda del estilo cómo ser un emprendedor exitoso, termina comandando una asamblea fabril con la lógica de esos decálogos berretas y mentirosos que siempre cuentan con consejos del estilo “Empieza visualizando las cosas positivamente” “Busca el talento y no los títulos” y “Sé tenaz y nunca te rindas”.

Porque son lo mismo. Están untados con la misma pasta. Esos que se dicen políticos pero que sienten asco por la política -incluso la que ellos hacen- o aquellos que se jactan, se auto embadurnan con esa sustancia pringosa y maloliente de ser apolíticos, no son más que los que encajan como en obra de ingeniería en aquello de Terry Eagleton de que “la noción de desinterés intelectual es por sí misma una forma oculta de interés, una expresión de la rencorosa malicia de aquellos que son demasiado cobardes para vivir peligrosamente”.

No fue una casualidad que en un libro de 2014, en el libro de 2014 de Aníbal Fernández, la Presidenta haya encontrado una excusa perfecta para lanzar esas botellas al mar que suele arrojar. “Desconfíen –solicita Cristina Fernández en esas dos páginas del prólogo- de los que les recomiendan que no se metan en política. Porque ¿saben una cosa? La política sí se mete con ustedes”. Dura, directa e incisiva. En la misma dirección que esas líneas de Bertolt Brecht que apuntan directo a aquellos que se sacan la política de encima como si fuese caspa en el hombro.

“Ahora me llevan a mí, pero ya es tarde”, advirtió el dramaturgo alemán a los mismos que define en El analfabeto político. “El peor analfabeto –escribió- es el analfabeto político. Él no oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. Él no sabe que el costo de la vida, el precio de los porotos, del pan, de la harina, del vestido, del zapato, de los remedios, dependen de las decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostitución, los niños abandonados, el asaltante y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, estafador y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales”.
A algunos los vemos en tele. A otros los observamos entregarle hasta su propia subjetividad al aparato mediático, gritar hasta la afonía que no hay ideologías y entregarse sometidos al discurso de la posmodernidad, lo que es lo mismo que correr presuroso y con ansias a que los abrace y haga de ellos lo que quiera la más poderosa y dañina maquinaria de la siempre llena de dinero derecha.

Programa SF 139 - Leonardo Grosso - 20 de Diciembre de 2014***


* el programa no esta completo debido a fallas en la grabación. Pedimos disculpas. SF

19 y 20 de diciembre: por esos tiempos.
por Mariana Moyano
Editorial SF del 20 de diciembre de 2014.

Por esos tiempos su voz no sonaba estridente ni sus dichos delirantes. Es más, era de las pocas que intentaba vincular la tragedia diaria del hambre, la pobreza y la exclusión con el comportamiento del anarcocapitalismo -aunque aún no había sido definido con semejante precisión- y que no se quedaba anclada en la chatura de la crítica a la corrupción desde una perspectiva meramente moral.

Por esos tiempos, Elisa Carrió era una mina interesante. No caía en la tontería de adjudicar el padecimiento argentino al vuelto con el que se podía haber quedado algún funcionario. No era del grupo de los voceros del poder real que le daban al tamboril con el retintín de la ineficiencia del Estado y lo corrupto de nuestro sistema político; versitos éstos que servían de gruesísimo y astuto telón para tapar los zafarranchos financieros del poder económico –por esos tiempos- bastante invisible a la mirada masiva.

Intentaba relacionar los viajes a través del mundo del capital financiero (deudas externas e internas, pedidos de préstamos impagables, organismos multilaterales de crédito, financistas, cuevas) con nuestro 27% de desocupación y nuestro 53% de pobreza. Andaba bastante desgreñada y no tenía demasiado predicamento. Pero, hay que reconocerlo, por esos tiempos, era la que intentaba poner voz al problema. En parte, no obtenía oreja atenta porque la Argentina aún no había visto de cerca y cara a cara -como ahora- al serpenteo del poder real. Nadie lo había desenmascarado aún. Pero, por esos tiempos, Carrió aportaba. Incluso, logró que un caso, de esos que se ponen el traje completo de "caso", que había comenzado como un simple artículo policial en los diarios, fuera remontando la cuesta hasta convertirse en un ejemplo político de cómo ese anarcocapitalismo empezaba a actuar como anarco Narco capitalismo y a fuerza de insistencia hasta llevó a algunas tapas su interpretación.

Junto a Mario Cafiero, por esos tiempos, Carrió había presentado una denuncia por traición a la patria contra Fernando De la Rúa y Domingo Felipe Cavallo por los préstamos garantizados vinculados con el Megacanje. Y lo hacían bien a contrapelo de las voces que dominaban el espacio común. El 20 de diciembre de 2000, Clarín había titulado en tapa: “Préstamos entre bancos: En el primer día del blindaje el costo del crédito bajó. La estimación del riesgo país mejoró y por eso las tasas para operaciones entre bancos cayeron. Las acciones y bonos de la deuda subieron casi un punto. En créditos para la gente aún no se nota”. Era un ¡Iupi! para la gilada. Y un ¡puaj! para el que sabía leer.

Mientras ella y un grupito más, por esos tiempos, andaba de aquí para allá meta denunciar empresas, bancos, financistas y guita sucia y los diarios seguían dale que va con la máquina de anestesiar cerebros, en un departamento de Cariló, en febrero de 2001, aparecían los cadáveres de un hombre y una mujer, cada uno con un tiro en la cabeza. Se trataba de un financista de nombre Mariano Perel y de su mano derecha, Rosita. La investigación judicial y policial fue calificada como “catastrófica” por los periodistas que, por esos tiempos, eran lo suficientemente inteligentes y honestos como para darse cuenta de que estábamos frente a un crimen de causas financieras que no mostraba sino el inicio de lo que le pasaría a la Argentina poco tiempo después. Los burros o los distraídos hablaban de un asunto meramente policial. La procedencia de Perel nos impedía a quienes intentábamos mirar un poco más allá de la nariz propia quedarnos en esa hipótesis. La muerte o había sido causada por un suicidio desesperado por motivos de dinero, o lo habían matado por algo relacionado con el lavado o por la enormidad de guita en negro que debía.

No había que ser muy vivo para vincular y para darse cuenta que la Argentina estaba al borde de todos los estallidos. Veníamos de una saga de suicidios y asesinatos más que dudosos, particulares y llamativos. Y la mayoría iba directo o a Alfredo Yabrán o al lavado de dinero: el brigadier Rodolfo Etchegoyen había sido Administrador Nacional de Aduanas durante 1990, cargo para el que había sido recomendado, justamente, por Yabrán. Apareció muerto el 13 de diciembre. Había renunciado a su puesto un mes antes, mientras investigaba varios casos de contrabando relacionados con la Aduana de Ezeiza y con Edcadassa, una de las empresas de Yabrán. La causa no fue caratulada como muerte dudosa y la investigación fue cerrada.

José Luis Cabezas apareció calcinado dentro de su auto el 25 de enero del 97, en una cava de Pinamar. El jefe de custodia de Yabrán, Gregorio Ríos, fue condenado a perpetua por ese crimen junto con otros más.

Mezclado con toda la mugre del contrabando de armas a Ecuador, el capitán de navío Horacio Estrada fue encontrado muerto en agosto de 1998 con un disparo en la cabeza en su departamento de la calle Arenales. No encontraron rastros de pólvora en sus manos, pero en la investigación no dudaron en hablar de suicidio. Estrada fue hallado muerto el mismo día que Sudáfrica rechazó el pedido de extradición de Diego Palleros. Ex detenidos de la ESMA vincularon a Estrada con Licio Gelli, jefe de la Logia P-2.

Marcelo Cattáneo apareció ahorcado entre los árboles de la parte de atrás de Ciudad Universitaria. Había sido señalado como el encargado de repartir las coimas del mega curro entre IBM-Banco Nación. Nada de lo que llevaba puesto le pertenecía y su camioneta apareció en Olivos.

En febrero de 2001, contaba Página 12 que Mariano Perel “no era un banquero de la primera línea del establishment financiero, aunque estaba ligado a los poderosos. Su primera aparición en los medios no fue de lo más feliz: ocurrió en octubre de 1996, cuando el juez Julio Cruciani allanó las oficinas del Banco Mercurio en una investigación por el giro de divisas a Estados Unidos presuntamente vinculadas al ingreso de mercadería de contrabando al país. Perel, para entonces ex director de Mercurio, había sido citado a declarar como involucrado (…) Las maniobras en las que había quedado involucrado –y finalmente sobreseído– estaban vinculadas a las operaciones de la denominada “aduana paralela” a través de la cual se ingresó mercadería de contrabando por varios miles de millones de dólares durante todos los noventas. “El Banco Mercurio habría sido utilizado para realizar los pagos al exterior por estas compras, obviamente sin documentación respaldatoria, y Perel había quedado en el centro de la investigación con respecto a quiénes posibilitaron la operación”.

Apenas un incidente policial, insistían algunos, por esos tiempos. Seguramente los mismos que acusan a Hernán Arbizu en lugar de subrayar lo que él denuncia; los que frente a la muerte de Mariano Benedit no sospechan y quienes se hacen los zonzos frente a las 3 toneladas y media de documentación de las cuentas de los truchos en el HSBC de Suiza.

“Página/ 12 pudo corroborar –contaba por esos tiempos Susana Viau, esa periodista que hizo un recorrido similar al de Carrió y que terminó recostada en los mismos brazos- en 2001, que el Banco Mercurio, entidad de la que Perel fue directivo, mantenía con el Citibank de Nueva York y un banco uruguayo operaciones de triangulación de dinero similares a las que investiga el Senado de los Estados Unidos en relación al Banco República, el Federal Bank (ambos propiedad de Raúl Moneta) y el Citi de Nueva York. Entre las cuentas que el Mercurio llevaba en tales condiciones, estaban las del empresario menemista Mario Falak y, bajo distintas denominaciones, las del estudio Vignoli-Lublinerman, responsable de la sociedad a cuyo nombre figura la casa de Belgrano en la que reside Carlos Menem”.

Por esos tiempos “Luis Balaguer, quien junto a Carrió y Gustavo Gutiérrez inició las investigaciones sobre lavado de dinero, reveló que tanto la Compañía General de Negocios como el Intercontinental Bank of Uruguay, dos de las vías por las que circuló la coima del contrato IBM-Banco Nación, tenían cuentas en el Federal Bank, por las que movían cientos de millones de dólares. La Compañía General de Negocios es la off-shore del Banco General de Negocios, propiedad de los hermanos José y Carlos Rohm, dueños también del privatizado Banco de Santa Fe; el Intercontinental Bank of Uruguay es la off-shore del Banco Mercurio, centro de atención de los investigadores del asesinato del financista Perel. Alcoyana, alcoyana. Tocado.

Balaguer, este contador que investigó –por esos tiempos- las redes de los bancos y su operatoria de lavado se quejaba porque “se aparecieron por el hotel en el que me alojaba en Buenos Aires unos señores que dijeron ser de la SIDE. Presenté una denuncia en el juzgado de Claudio Bonadío y a pesar del tiempo transcurrido todavía no sé qué pasó con eso”. Bingo. Hundido.

Lavado de dinero, suicidados, privatizaciones, timba financiera, bancos metidos hasta el tuétano en el negocio sucio, plata dulce y rápida, políticos no a la altura de la política que sólo atinaban un “Sí, bwana” a los poderes permanentes, miseria, hambre, falta de representación, crisis de confianza en las instituciones, militares asesinos y chorros impunes, pibes sin horizonte y un Estado que aparecía sólo para gerenciar a los ricos y para pegarle a los pobres. Era cuestión de esperar cuándo entraría en erupción el volcán.

La década ladraba, movía la cola, tenía cuatro patas y hacía guau. Pero la mayoría de los medios miraban para otro lado. El único diario que se animaba a decir que estábamos frente a un perro era Página/12. Había sólo que estar más atento para saber que esos años de menemato-delarruismo no terminarían sino en un ataque de rabia.

La vida subterránea del dinero lavado, farsesco o sin respaldo en algún momento iba a salir a la superficie. Y como cualquiera que ha visto lo que hacen los geiseres, cuando el chorro brota está hirviendo y tiene una fuerza imposible de parar.

Así que vino el estallido. Desprolijo. Y me atrevo a decir que fue así, en parte, porque todavía no linkeábamos plata virtual con hundimiento de países. La conversión de Argentina en un país de servicio, con el homicidio que ello implica para la industria y el empleo, aún no podía ser ni descripta ni señalada por las mayorías. Hernán Arbizu, cuando su mundo era la guita y los negocios de la banca, lo dijo con su especial honestidad brutal: “los países son pobres por tipos como yo”.

Fue una explosión de hartazgo, de hastío. Que juntó ahorristas recientemente despertados y desesperados con militantes que habían resistido estoicos y heroicos la estepa política de los noventa a fuerza de convicción; que unió a desahuciados de unos cuantos años con algunos recién desilusionados del segundo capítulo del "deme dos"; que reunió a cierta antipatía por el cinismo de los pibes sushi con piqueteros de lucha de casi una década que no alcanzaban a ganarse el respeto de las principales ciudades del país.

No sobraba claridad conceptual para explicar el fenómeno. En parte, porque la propia experiencia era novedosa y, en parte, porque quienes sí le pusieron palabra analítica estaban todavía involucrados más con cuerpo que con pluma en el estallido argentino.

Como siempre, las bengalas perdidas se apresuraron a hablar de revolución y las clases medias livianas vieron en lo que ocurría una especie de picnic colectivo al que podían estar invitados.
El 19 fue bastante de sorpresa. "Vienen saqueando desde el conurbano", me acuerdo que me dijo una cajera de avenida Pueyrredón cuando le consulté por qué cerraban el local antes del mediodía. "Desde el conurbano, vienen saqueando". Se me compuso una imagen: pobres desdentados que acaparaban a su paso todo lo que los locales comerciales les ofrecieran. Los saqueos eran una posibilidad. Pero eso de "venir saqueando", esa idea de forasteros que van acumulando a medida que avanzan era absurda. Básicamente porque no tendrían donde cargar lo supuestamente robado.

Pero ese día transcurrió alrededor de los rumores. Y sin Twitter, ni Facebook, ni Internet para todos y todas y sólo algunos privilegiados con celular, era difícil enterarse de que estaba exactamente ocurriendo.

Por esos tiempos, las dos cabezas más lúcidas de la Argentina de esos años, Nicolás Casullo y Horacio González, no andaban muy de acuerdo. Así que, imaginemos lo perdidos que podíamos estar el resto de los mortales. Como explicó González: “La forma más prestigiosa de la movilización es aquella que actúa no por intereses específicos o particulares, sino cuando se desenvuelve por el interés universal. Y Casullo pensaba que en las movilizaciones de la clase media aparece siempre el interés particular” (1). Eso se discutió mucho por esos tiempos de Asamblea Interbarrial, de tanta intromisión trosca y troskeada, de tanto desconcierto entre los veteranos y experimentados militantes, de tanta cacerola multitarget.

El estado de sitio definió el humor, y la protesta del 19, por espontánea y porque ocurría bajo la más antipolítica de las consignas -ese que se vayan todos, que si no es desesperado es bien de derecha-, fue la que siempre conmemoraron los que le hacen mueca a la noción de militancia.

El 20, en cambio, además de envalentonar tuvo algún grado mínimo de organización. Y, por supuesto, más violencia. La cabeza de Martín Galli con la bala que le quedaría alojada, el asesinato de Carlos “Petete” Almirón, de Diego Lamagna y de Gastón Riva; los motoqueros del SIMECA que operaban de vanguardia y retaguardia de los sin nada; los limones y trapos mojados para bancar los gases; los tiros desde el -valgan las paradojas del destino- HSBC de Avenida de Mayo y Chacabuco que mataron a Gustavo Benedetto y la montada sobre las Madres son algunas de las postales de esas jornadas de mucha sangre, mucha bronca y mucha violencia institucional. Las de más sangre, más bronca y más violencia institucional de la Argentina desde la recuperación democrática.

Es arriesgada -pero por eso me gusta- la hipótesis de la politóloga María Esperanza Casullo (la pobre carga con un apellido que la obliga a aclarar que no tiene parentesco). Dice ella: “Nunca estuve de acuerdo con esa idea de que 2001 expresó una crisis política. Obviamente hubo una crisis política, pero no fue una crisis del sistema político. De hecho, la crisis fue procesada dentro del sistema político. Bien o mal, pero hubo una salida política del conflicto. El 2001 expresó una crisis del Estado y no del sistema político. No hubo un agotamiento de las capacidades políticas, sino de las capacidades de injerencia del Estado. Cuando hubo que hacer una negociación en el Congreso, los diputados y senadores se sentaron en sus bancas y negociaron y no hubo un golpe. Con todas las críticas que hubo a la clase política, nadie, con ningún tipo de credibilidad, pidió por la vuelta de los militares al gobierno o algo similar” (1)

El sistema político resistió. Hubo, eso sí, una criminal devaluación que calmó a las fieras más poderosas. Pero ese mismo lodo parió al hombre que mejor supo leer el 2001 y que casi como al pasar dijo cuando una vez le preguntaron: “Mi ministro de Economía voy a ser yo”, en una frase que resume la cabal comprensión de que el Estado no es una ONG, sino un espacio permanente de batalla del poder y que la economía no es ni una ciencia ni el reinado de los tecnócratas, sino el lugar de las más importante de las decisiones políticas. Ya el Néstor Kirchner candidato supo que si se plantaba bien en las jornadas del 19 y 20 del 2001 iba a poder usarlas de trampolín para correr los límites de lo posible.

Además de Almirón, de Lamagna, de Riva y de Benedetto, caían por balas liberadas por el poder político Juan Delgado, Alejandro Pacini y Yanina García. Elvira Abaca moría en Cipolletti y Rubén Pereyra y Claudio “Pocho”Lepratti, en Rosario. Jorge Cárdenas fallecía en las escalinatas del Congreso y Alberto Márquez sería otro de los nombres de la lista de asesinados y lastimados que incluye a otros cientos de anónimos heridos por la represión.

“Culmina un día muy difícil” fue la respuesta televisiva de De la Rúa el 19 de diciembre de 2001. De un hombre que no comprendió la diferencia entre un spot y una decisión presidencial y que eligió, para definir esas jornadas, la fórmula “horas difíciles”.

El 19 y el 20 de diciembre de 2001 no fue derrotado un Presidente, ni perdió un gobierno. Por esos tiempos empezó a quebrantarse un modelo de país. Comenzaron a crujir los cimientos neoliberales que se habían empezado a instalar mucho antes de la Alianza, mucho antes de Menem y mucho antes de Raúl Alfonsín. Decir esto no les quita responsabilidad, sino que pone en su real dimensión el enemigo que aún tenemos enfrente.

“Ese día –como dice Luis DElía- fue el derrumbe que abrió una crisis. Algunos señalan que fue EL día de la lucha, pero yo creo que fue el último minuto del último round, de una pelea que duró una década y que se expresó sectorialmente en centenares de luchas” (1)

“Se abrió una etapa completamente diferente, que también fue inesperada” , analiza uno de los pañuelos que más sabe, Hebe de Bonafini.

En esa etapa, en ese día, en ese minuto, en ese último round, por esos tiempos -me animo a decir- la parte democrática del ADN argentino supo que podía y que, justamente por eso, estaba –y esta vez de verdad- dándole uno de los tiros certeros a lo que vinieron a instaurar todas nuestras dictaduras. Por esos tiempos empezaron a ocurrir una enormidad de sucesos que nos permiten, si estamos a la altura, construir éstos y otros mejores tiempos (2).