martes, 5 de marzo de 2013

Programa SF 56 - Hernan Schapiro y Gustavo Costa - 2 de Marzo de 2013


El laberinto. 
por Mariana Moyano
Editorial del 2 de marzo de 2013

Los que son así, intimidan. Y es premeditado. 

Washington DC, por ejemplo, fue concebida para eso. Sus muros, las construcciones, el estilo, las alturas, todo en ellos debe marcarle a quien pasa cerca que esos inmensos edificios son el símbolo del poder que se respira en sus pasillos y que funciona simbióticamente sólo con aquellos cuyas vidas están interrelacionadas con esas paredes.

El objetivo, la intención, son más o menos evidentes: a aquél que pisa esos pasillos y que no tiene vínculo con ellos le debe quedar claro que la insignificancia y la pequeñez le son propias y, por ende, lejos está de exigir. Las reglas ya fueron hechas en otro lado. 

El Palacio de Tribunales funciona igual. La eterna escalera hasta traspasar la puerta principal; el laberinto que se debe sortear para llegar a destino; la mirada que se pierde si uno busca el final de las columnas, marcan que todo ese andamiaje de ladrillos, historia, normativas, costumbres y modos de funcionamiento se sostienen con rigidez por encima y más allá de la existencia de quien por allí transita.

Es inevitable, lógico -y buscado- que los que transitan esos pasajes y conocen esos rincones se vayan contagiando con lo ornamental; que la prestancia edilicia se les cuele en la personalidad; que lleven a todos lados la certeza de no derrumbarse y que el porte edilicio se les haga carne. 

No es un disparate ese sentimiento. Así funciona en las principescas edificaciones universitarias de todo el planeta, en los inmuebles de todas las Fuerzas Armadas y en los templos de todas las religiones.

Unos “crean conocimiento”, lo que equivale a “ser los dueños de”.

Otros son el brazo armado, los guardianes, de un Estado.

Los terceros establecen la línea que divide el bien del mal en el planeta y quienes establecen los dogmas de la justicia divina. 

Y, por otro lado, los protagonistas del debate de hoy: quienes no dictaminan por designio de Dios, pero que tienen en su haber, la posibilidad de “impartir” de la otra, de la terrenal, de la que nos toca a todos, todos los días. 

La culpa de todo la tuvo una cautelar. Como pasa siempre en los grandes debates nacionales -esos que se terminan jugando hasta el borde las convicciones y los argumentos, esos que obligan a levantar la voz más que de costumbre- el catalizador fue un procedimiento, un mecanismo, un tipo de normativa que en la larga lista de los modos administrativos ocupa el último escalón. 

Una cautelar. Ni un fallo, ni una sentencia definitiva. Una cautelar. Ese mientras tanto jurídico hecho para excepcionalidades que los vivitos usan para eternizarse. 

Y se hizo un “basta”. 

Así como una resolución puso patas para arriba el concepto de Patria, así como el artículo con el texto más corto de una extensísima ley desató las tempestades monopólicas; así como un buque olvidado tocó la raíz del concepto de soberanía. 

Las certezas puestas en cuestión: lo establecido, interrogado; el statu quo, interpelado; el construido grado cero, escudriñado. Kirchnerismo puro se puede llamar la metodología.

O hartazgo y un motivo a mano de quienes venían juntando presión. 

No importa. Al final, no importa porque cuenta a qué se llega y la reacción de la reacción. 

Ahora es el Poder Judicial sobre el que los comunes nos hemos atrevido a poner la lupa. Ese poder del Estado cuya jactancia se le ha vuelto esencia y se permite tomar como nombre propio todo el sustantivo. LA JUSTICIA, se dicen a sí mismos. 

Eduardo Rinesi es un lujito que nos damos en este programa. Hace poquito, una semana para ser precisa, partió en dos un concepto (como le gusta a Sintonía Fina) y le puso microscopio a esa mitad. Hay un modo de “hacer justicia”, dijo más o menos él, que implica llevar a genocidas al banquillo. Pero hay otro. Y es el que entraña la reparación.

Viene a cuento. Porque pareciera que estamos entrando a la médula del Poder Judicial. Poniendo patas para arriba las normativas jurídicas estaremos ayudando a que ese Poder que se llama Judicial no sólo se haga Justicia a sí mismo, sino que se vuelva más justo.

Para quienes no conocemos los laberintos del Palacio de Tribunales, para quienes no comprendemos el lenguaje laberíntico de quienes circulan a diario por ese edificio y para quienes participar de los modos de ingreso a ese Poder es mucho más complicado que encontrar la salida de los laberintos. 

Se la adjudican a Jorge Luis Borges, pero seamos rigurosos… y justos. Es de Leopoldo Marechal. “De todo laberinto se sale por arriba”, sentenció el poeta. 

Algo asomó y pareciera que ayer se puso en marcha el primer paso de exactamente eso.

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