martes, 9 de abril de 2013

Programa SF 61 - Hector Recalde - 6 de Abril de 2013


Desbordados
Por Mariana Moyano 
Editorial Sintonía Fina. 6 de Abril de 2013

Cuando se va, deja mugre, kilos, toneladas de desperdicio. Así es el agua cuando corre con furia. No discrimina. Ella sí que embiste; ella sí que arrasa. Se la ve llegar y ese es el durante de la pura desesperación, del temblequeo en el cuerpo y de los giros en falso, de los cuales sólo nos saca la ayuda inestimable de una cabeza bien fría.
Se la ve, luego, detenerse. Y ese es el después del ensañamiento, cuando ver lo que pasó nos lleva sin filtro al efecto de la devastación. Se la ve irse, de a poco porque ella se toma su tiempo. Se queda un rato largo para pavonear su poder y mostrar y demostrar su capacidad de daño.
Y es ahí, exactamente ahí, el instante preciso en el cual se inicia el proceso de asumir tanto lo que pasó, a quienes les pasó, como la responsabilidad de los que hicieron, de los que no hicieron y de los que ahora lo único que tienen permitido es hacer.
Todo ser humano de bien se encuentra por estos días atravesado por y atravesando la desesperación, la devastación y la espera. El que está aún mojado, porque todavía no sabe cómo hará para salir adelante; y el que no fue salpicado, porque tiene la obligación ética de estremecerse ante el baldazo de agua fría que implica este incalculable e indescriptible padecimiento de un hermano.
Te desborda. El agua es así. Y cuando arrastra trae consigo desechos, inmundicia, basura. Pero en algo se parecen el agua sucia y la limpia: las dos, cada una a su manera, luego de actuar, dejan lo auténtico y estructural a la vista. Una, porque traslada y junta en un solo sitio todo lo hediondo y lo hace, finalmente, evidente. La otra, porque lava lo cosmético y hace patente la impudicia, lo obsceno, lo inmundo.
El agua amontonó lavarropas, autos, televisores y ropa que ya había arruinado y apiló también dolor y sufrimiento por las pérdidas humanas. Pero acopió también la impotencia y la consternación de un interrogante difícil de responder: cómo hacer para empezar – muchos no por primera vez- de nuevo. Todo yace ahí ahora y se levanta en el exacto centro de la coyuntura nacional bajo la intensidad de una formidable luz.
Y hay tanta claridad encima que a veces nos enceguece y no nos permite distinguir con facilidad. Pero algo se ve. Se ve cómo los capturadotes históricos de la palabra pública, esos dueños y distribuidores de la posibilidad de propalación de la voz popular, le pretenden arrancar al Estado la potestad del cobijo, del consuelo y de la contención.
Reflector a todo trapo, conductor estrella devenido cronista, munido de escenográfica campera y zapatos de goma, se acuclilla para escuchar con cara de circunstancia a la vecina abatida, esa misma mujer -casi siempre morocha- a la que días antes acusó de embarazarse para cobrar asignaciones y a cuyo marido señaló con el dedo –a veces, otros incluso le apuntaron con otra cosa- porque se trataba del típico vago que vive de los planes y que como no quiere trabajar, sale a afanar a los barrios que habita este reflexivo periodista.
Son gestos. Y viene bien a cuento la cuestión porque de eso se habló estas últimas semanas. ¿Pero que es una seña que no viene acompañada de la decisión política que le tuerce el brazo al destino prefijado por la naturaleza o por décadas de distribución injusta? Una mueca, una pantomima y, para quien mira bien y ajusta el ojo, un papelón.
La seña cobra cuerpo cuando atrás de ella viene la acción. La presidenta lo sabe y se puso a prueba a sí misma y a todo su proyecto. Desafió, a lo K. Se calzó las botas de lluvia y con mucha autoridad y poca custodia, se escurrió entre ese pueblo aún mojado y con ojos húmedos ante tanta adversidad.
Un aprovechador serial, el mismo para el cual la causa de las dos muertes de Puente Pueyrredón había sido la crisis, se posó sobre aspecto, al menos, extraño. Todos estábamos, como mínimo, estremecidos por el agua. Sin embargo, él no se pronunció sobre eso sino sobre “la distancia helada que la Presidenta establece con el dolor y el sufrimiento ajenos”. Y fue por más y disparó: “Ningún funcionario de alto rango (estuvo) metido con los dos pies en el agua”.
La realidad, como suele hacer, con esa costumbre que le es tan propia, se le presentó, incluso a él, toda de golpe y de un sacudón le mostró cómo eso real a lo cual él dice referirse, no encaja en la cuadrícula de los caprichos editoriales. Y a él le pasó lo mismo que al resto: aunque sin mojarlo, a él también lo tapó el agua,
La nota era un engranaje más de la gran maquinaria mediática a la que se le nota la hipocresía aunque la disfrace de legítima indignación ciudadana. El grito en el cielo era, esta vez, por lo que ellos leían como gestos de “politiquería”.
Pero la actuación fue, nuevamente, burda. Y se les notó: en el apurón de salir a esmerilar al Estado, su blanco favorito, no se dieron cuenta de que sus argumentos fueron excesivamente parecidos a una caricatura de ellos mismos. “Politiquería”, esgrimieron y pusieron tal cara de asco fingida que se parecieron a esas señoras y señores bien, cuyo máximo nivel de elaboración intelectual es el razonamiento que cuestiona a quienes confunden libertad con libertinaje.
Pero como fue tan obvio, no hubo que escudriñar ni escarbar demasiado para advertir que esa crítica frívola no era otra cosa que la antesala del discurso antipolítica. Por eso la lágrima fácil, la supuesta indignación frente a la ayuda oficial que no llega, la queja del mal hacer de los funcionarios, la habilitación a la lástima. Todos esos condimentos que tan relajados les permite dormir.
Y muestran y hacen foco y se llenan la boca y les brota una emoción cretina cuando hablan de la solidaridad, pero de la que a ellos les gusta: la que es más que nada beneficencia y que dista de la organización.
Pero no nos engañan, ya les conocemos el revés, ya les vimos la hilacha. Ponen rostro compungido, fruncen el seño, levantan el dedito y acusan, a todos, menos a quienes sistemáticamente construyen muros e impiden que la equidad deje de ser un objetivo para convertirse en la razón de ser de una Nación.
¿Importa? ¿Importa lo que hicieron los poderosos y los medios poderosos en un momento como este? ¿No es obsceno mirar ahí cuando hay tanto daño dando vuelta?
De un solo saque valdría la pena tirar esta crítica a la basura si no hubiera en ellos un aprovechamiento miserable. De un solo envión me lanzaría contra mi propio razonamiento si no hubiese en esos relatos el intento de saquearle al Estado la dignidad que ha empezado a recuperar. De un solo estallido dinamitaría la sospecha si no estuvieran detrás de las narraciones hegemónicas las fauces hambrientas de quienes siempre se han quedado con todo.
El rabillo del ojo inteligente tiene la obligación de mirar hacia ese rincón, al de quienes nos dicen cómo y qué se debe hacer mientras dejan que otros hagan y deshagan para minar los puentes y los lazos que se han re estructurado, también a fuerza de descomponer eso que ellos dicen y hacen. 
Barrios enteros están en el centro del temporal. El Estado en toda su dimensión está en el ojo de la historia.
El Estado que como sociedad se organiza para la sopa y el té caliente; el Estado que como grupo de conmueve y actúa y dona y brinda su tiempo; el Estado que como estructuras de la política tradicional se convoca para ganarse el título de militante. Pero hay uno, un Estado funcionarial, gestionador y administrativo que, como pocas veces antes, está ante el desafío de demostrar que estos últimos años han empezado a ganarle a ese andamiaje de décadas, cuyo único objetivo fue carcomer el único esqueleto que sostiene a una República.
Hoy, la ventanilla, el mostrador, la normativa, el empleado, la resolución, la licitación y el expediente son la vidriera de 10 años. Tienen sobre sí el zoom de una cámara, pero lo que importa no es eso, sino que están bajo la lupa de un pueblo que merece, necesita que el retintín de la ineficiencia del Estado sea parte del pasado, una cantinela de la derecha interesada y el estribillo de la tilinguería.
No hay licencia ahora para fallar. No hay margen. No hay permiso. Ese Estado cascoteado y golpeado tiene ahora que levantarse y levantarnos, ponerse y ponernos de pie para exhibir que pese a que estuvimos desbordados, la Argentina está definitivamente sacando la cabeza. 

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