sábado, 16 de noviembre de 2013

Programa SF 93 - Sergio Olguín y Alejandra Laurencich - 16 de Noviembre de 2013


Semana de ferocidad, de relatos y vivencias
Por Mariana Moyano
Editorial SF del 16 de Noviembre de 2013

La semana no arrancó fácil. Una patada en las entrañas fue lo que nos provocó la puesta en público de ese “caso” -uno más, apenas uno entre miles diarios-  de una mujer que volvía a sufrir por duplicado: el aborto y la decisión que esto acarrea, y la violencia institucional que implica que lo público (en este caso un hospital) re victimice a quien ya tuvo bastante. Página 12 habló el lunes de “Derechos torcidos” y la breve presentación de la noticia llegaba de la lectura al estómago con brutalidad: “Una joven que llegó al Hospital Fernández con un aborto en curso fue acusada por los médicos y detenida, cuando aún sufría pérdidas, en abierta violación a la legislación vigente”.
“Ante la constatación de que el feto estaba muerto, se le practicó un parto, para expulsarlo. Pero frente a la presunción de que ella misma se había provocado la interrupción del embarazo, con pastillas, resolvieron denunciarla a la policía. Dieron de alta a la mujer para que fuera trasladada a la sede policial, aunque no habían transcurrido 24 horas desde la intervención médica. La mujer contó que las médicas le hicieron comentarios condenatorios  y que le habrían indicado una dosis menor de medicación para que “sienta lo que hizo”.
Feroz. Relato y vivencia. Atroz, despiadado y monstruoso. Pero no único. Padecido de a miles, de a cientos de miles.
No era la primera, ni la única, ni en el único lugar. Porque pasa en la ciudad de Buenos Aires, en Jujuy, en Carmen de Patagones, en Mendoza, en Rosario, en Las Lomitas, en Trelew y en Lanús. En ese extenso rincón que va con “este” u “oeste” como complemento para definir mejor la identidad de quien se presenta y en el Lanús territorio de novela de Sergio Olguín: “No era la primera vez que Mariela iba a lo del doctor Rosenthal. Ya había estado cuando el test le dio positivo. Fue Roxana, la hija de la dueña de casa en donde Mariela hacía la limpieza la que le había aconsejado hacerse un test y fue también ella la que le dio la dirección y el teléfono del médico. (…) Tomó el 37 y después de cincuenta minutos se bajó en Callao al mil. Se había sentido incómoda en la sala de espera. Se había bañado, se había puesto la mejor ropa que tenía pero no podía evitar sentirse sucia ante el brillo de ese consultorio. (…) Estaba embarazada. Ella le dijo que quería abortar y él le dijo que la interrupción del embarazo era una decisión que debía tomar con madurez. Ella le dijo que estaba segura. Y el novio, qué opinaba su novio. Él también. El médico le explicó que no era una intervención riesgosa porque contaba con todas las normas de higiene y seguridad. Hacerlo salía mil dólares. Mil dólares repitió ella en voz baja. (…) Cuando llegó a Lanús y se encontró con Francisco, se puso a llorar como nunca lo había hecho. Pero ahora lloraba porque mil dólares era una cifra imposible para ellos y porque no quería tener un hijo. Él le dijo que pidiera turno. Que él iba a conseguir los mil pesos”.
Feroz. Relato y vivencia. Pero no único. Padecido de a miles, de a cientos de miles. Fui del diario al libro. Porque Mariela en mi cabeza tenía rostro y con esa cara se me humanizaba más la mujer protagonista de la noticia.
Fue un SOS, la búsqueda de un anticuerpo. Porque siempre pasa igual con las víctimas: se las deshumaniza. La prensa más noble, le quita el nombre por prudencia y cuidado. Pero la canalla, la que se burla de las trans y se parapeta en el argumento de que “hacen pis de pie”, la que se escandaliza con Lulú porque –dicen- es un nene con una madre loca, les arranca la identidad con un solo objetivo: que sean sólo carne, carne de cañón del morbo general. Para lograr el gran cometido de la mayoría de las coberturas: hundirse tanto en el asco que el dolor termine superficial, banal, liviano.
Pasó con Sapito en la Villa 31, ese hombre que no recibió atención porque la ambulancia no quiso entrar, y murió. Pasó con Eric Ponce hace poquito en Villa Urquiza, cuando el gatillo fácil de la bonaerense y la complicidad de la metropolitana le quisieron poner confusión a lo evidente. Y pasó con Kevin en Zavaleta por el desastre de los prefectos del operativo.
Así, sin nombre, sin historia, sin vida antes del hecho que se vuelve noticia estar personas son vueltas “casos”. Por eso recurrí a la ficción, porque ayuda, calma. Le pone rostro a lo deshumanizado. Porque son miles, porque no es la primera, ni la única, ni en el único lugar.
La semana no iba a ser fácil. Estaba escrito. Colaboró con la decisión pre concebida de llevarnos por el camino de la irritación el fallo de los Supremos. Los enojó, es evidente. Y lo cierto es que no cuesta demasiado sumar al descontento cuando diciembre se acerca. Basta que ocurra para echar un poquito más de gas oil.
Ámbito Financiero había sido bestial: “Se resigna el monopolio Clarín: presentó plan de adecuación; se divide en 6”. Pero “No se resigna nada”, pensé yo con lectura en delay. Narcos, trenes, la salud presidencial o la suba de precios. La materia prima no iba a importar si el objetivo era que no hubiese ni una gota de aire fresco. Y pudieron. Convirtieron una semana completa en 7 días irrespirables:
“Regularizar la deuda le costará caro al país”, “Se posterga una semana la vuelta de la Presidenta a la actividad”, “Convivir con Boudou: la reemplazará en actos hasta diciembre”, “Admiten en el gobierno que el país debe recuperar estadísticas creíbles”, “Fuertes divisiones en el frente empresario”, “Precios imparables: la carne subió 10% en sólo una semana”; “Un muerto en un choque barrabravas y policías”, “Furia de usuarios en el subte C”, “Se aceleró las caída de las reservas”, “Llamativa fuga de otro militar procesado”, “El pollo sigue a la carne y los precios no paran de subir”, “El Central perdió 340 millones de dólares en un día”, “Código civil: el gobierno mantuvo cambios a los que se opone la Iglesia”, “El nuevo código civil, a merced de las urgencias kirchneristas” “Para un fiscal es inconstitucional el acuerdo con Irán”, “Rehenes durante dramáticas horas”. Y hasta Justin Bieber ayudó: “Nos pisoteó la bandera”.
Pero con la dispersión no iban a ir demasiado lejos. Necesitaban un eje, un hilo del que tirar. Una línea de dinamita para encender la mecha. Y la encontraron. En la misma Corte que hacía poquito había dado un sacudón a la coyuntura para sacarnos del superfluo día a día. La Corte habló de drogas. Y de narcos. Y del rol del Estado. Y se zambulleron: “Firme reclamo: la Corte exigió al Gobierno aplicar urgentes medidas”, “Lamberto reclama gendarmes para patrullar los barrios”,  “Aeropuertos: un tercio sin vigilancia contra el narcotráfico”, “La DEA redujo sus planes de cooperación con Argentina”, “Denuncian jueces del Norte la falta de recursos contra el narcotráfico”, “Narcos: Rosario es como Ciudad Juárez”, “Avance del narcotráfico: más reclamos y denuncias de inacción”, “En siete años se duplicaron las causas por drogas”, “Otro relato oficial que está muy lejos de la realidad”.
Poco detalle del texto de los Supremos. Mucho contacto con carnadura cercana: una villa, un comedor… “Graves incidentes en Chacarita: desalojan el comedor comunitario de una villa. En un principio se  creyó en una acción protagonizada por narcos”, “Hay un 40% más de feriados que hace 5 años”, “Las villas, un flagelo para 2,5 millones de personas”.
Bingo. Drogas, narcos, villas y feriados. Vagos paqueros y complicidad oficial. La cocaína vuelta sustancia diabólica y el problema, un hecho individual y de responsabilidad sólo estatal. Los datos sobre el dinero, lejos, en otra página, sección o bloque. Que no haya conexión entre narcos y guita; entre el blanqueo y el control. Loteado el pensamiento para que no haya conexión en la reflexión.
“La AFIP controlará ahora todas las compras por Internet”, fue una de las informaciones. La jugada había sido maestra: seguir la ruta del dinero no era sinónimo de un Estado que se mete y controla y busca. Era un pedacito del mecanismo stalinista de intervencionismo asfixiante. Porque el problema con los narcos, para esta presentación mediática, no se resuelve con política, se arregla a los tiros. Otra vez: hundirse en el horror para que las únicas ganas sean las de salir corriendo. Ganancia para lo superficial, lo banal, lo liviano.
Es la única explicación. Sólo en un contexto donde hay cabeza construida para que nada valga nada y todo sea igual a todo es que una calificación positiva a Hitler por parte de alguien con responsabilidad institucional puede pasar de largo y no provocar el escándalo y el espanto que la mención merece. La liviandad en una sociedad no es un estado de las cosas ni un modo de ser. Es la construcción colectiva de lo posmoderno; la elaboración premeditada de modos para que los consumidores, los vecinos y los espectadores sean siempre más que los ciudadanos, los comprometidos y los militantes.
Doña Rosa no fue una mención al pasar. No fue un montaje casual. Fue una construcción elaborada con cuidado, detalle y tiempo. Con “casos”, con despersonalizaciones, con deshumanización, con datos superfluos, con hundimientos en los horrores para que sólo deseemos vacíos y nadas.
Recordé. Me acordé bien. Porque fue una obra de ingeniería cultural perfecta. Germán Adbala insistió durante toda la entrevista en la necesidad de pensar qué tipo de Estado la Argentina necesitaba diseñar. Y el gran comunicador no se aguantó. Bernardo Neustadt sabía lo que estaba en juego. “Adbala, en vez de ser un dirigente gremial, parece un intelectual, folklórico, filosófico. Doña Rosa está diciendo, ¿este me representa a mí?”, le estampó.
Jugada de crack: justo en el preciso instante donde la potencia reflexiva le pulseaba a la lógica de la televisión, hizo su entrada triunfal esa señora representante de la fiaca, del ufa y del hartazgo y ganaba escena la portadora pasiva del discurso neoliberal; ese recipiente humano para la acumulación del discurso único. (Tomado de Máquinas de captura, de Daniel Rosso)
Y que sea fácil echar la culpa; y que haya a mano siempre un sencillito causa-efecto; y que no haga falta ninguna complejización; y que no interrelacionemos y que no leamos en proceso; y que hagamos foco en un presente continuo; y que estemos molestos; y que no nos acordemos; y que estemos cansados, bufando y hartos, bien hartos.
Y me fui del recuerdo al libro. Porque Doña Rosa, esa que también es cacerolera en mi cabeza tenía rostro y era el de una señora impresentable que nos presentó Alejandra Laurencich.
“La chica con la que había esperado en la parada se sentaba ahora en el segundo asiento de dos. Tenía el pelo mojado, como recién lavado. Seguramente aprovecharía el aire cálido para secárselo. Un buen truco para llegar a tiempo a la Facultad. Era conmovedor el esfuerzo de algunos jóvenes para estudiar, para ser mejores personas.
En la calle, distinguió a un agente de tránsito haciéndole señas al chofer para que avanzara rápido. En la bocacalle una multitud esperaba a que cerrasen la avenida. Observó las pancartas. Basta de asesinatos impunes. Queremos justicia. Cientos de personas reuniéndose para repudiar los accidentes de tránsito, la levedad de las condenas que permitían infringir la ley y manejar por la ciudad como en una pista de carrera. Mientras el colectivo se alejaba rápidamente de la multitud, ella sintió que el orden de la ciudad estaba en buenas manos. Los familiares de las víctimas estaban en todo su derecho de reclamar justicia para los asesinatos del asfalto, como también los trabajadores y estudiantes debían gozar del derecho a continuar sus actividades sin demoras. Pensó, embargada por un regocijo solidario, que de no haberse interpuesto aquella intimación que vencía justo hoy, habría estado dispuesta a bajarse del colectivo para sumarse a la manifestación. Pero era imposible. Su deber no era reclamar justicia sino pagar la deuda a la oficina de gas.
-Buenos días, señores pasajeros.
Observó el prendedor que llevaba el hombre en el pecho. La escuela pública es la garantía de fututo.  Pero qué maravilla: todo un ciudadano comprometido con la educación. Sintió orgullo de vivir en esa ciudad. El vendedor hablaba de los monederos y riñoneras de cuero.
-¿Perdón?
Si no es mucha molestia, señorita. Había que ser caradura. El tipo estaba dando el dinero a la chica para que le sacara boleto. Y la chica juntaba todas sus carpetas para poder levantarse y complacerlo. Cómo se abusaba alguna gente. El vendedor miraba sin entender mientras guardaba sus monederos en un bolso.
Lo miraba al tipo. Seguramente lo pondría en vereda con su manera didáctica. Ah, no. Bajaba. Las ratas huían del barco. Mucha escuela pública para garantizar el futuro pero su negocio se había terminado. Era todo una postura, entonces. Y la chica, pobre, tratando de hacer equilibrio. La chica insistía con la moneda, las carpetas estaban a punto de caérsele. Eso le pasaba por llevarle el apunte al otro piola. Ahí salía el boleto, mejor que se agarrara fuerte porque en cualquier frenada se caía del colectivo. Pero parecía que nadie se daba cuenta de nada, país de ponciopilatos. Allí iba la chica otra vez a enfrentar a la máquina. Aparatos del subdesarrollo, andaban cuando se les antojaba.
El tipo le decía algo. –Está bien, no importa- decía la chica. Había perdido el asiento y se encogía de hombros, la muy mamerta. Vivan los avivados y los aprovechadores. Al gran pueblo argentino, salud. Así eran todos, así les iba. Había que verla ahora a la boluda acomodándose las carpetas en un solo brazo para poder aferrarse a un pasamanos. La miraba a ella como preguntándole si tenía algo que decirle. Asco le daba. La boluda se corría hasta el asiento de ella para agarrarse fuerte. Que no se le ocurriera apoyar las carpetas en su respaldo, ella no pensaba hacerse cargo de su sometimiento. Lo único que salvaría a esa idiota era conseguir un asiento. Ahí estaba tratando de que la suerte le ofreciera lo que había perdido sin chistar. Eso era lo que los jóvenes del país tenían en la cabeza: nada de lucha, nada de defender lo propio.
Alguien que bajase para zambullirse en el asiento y disimular el bochorno. No lo merecía. Debía viajar parada y aprender a soportar las consecuencias de su estupidez. Eso. Castigo justo para los necios y los irresponsables. La parada siguiente era la de la oficina del gas. Miró el reloj. Miró a la chica. Podía ver cómo empezaba a disfrutar por adelantado el asiento. Era injusto. Ella sintió que la impunidad como una peste enviciaba el aire. Faltaban sacrificios. Faltaban héroes.
Entonces lo decidió. No se levantaría de su asiento mientras la chica siguiera en pie. No bajaría en la parada. Que le cortaran el gas. El sacrificio valía la pena. Se acomodó en el asiento, satisfecha. Gracias a ella, alguien el este país iba a empezar a pagar”.

Y me volvió a parecer feroz. Y me volvió a parecer brutal. Pero nada honesto. Y las ganas de estamparles horror en el relato me llevaron de vuelta a la ficción. Y a Alejandra Laurencich, una incorrecta que nos presenta a impresentables para que nos atrevamos a hablarle al espejo: “Las manos entrelazadas contra la boca. Te lo estoy pidiendo. Ahora. Traémelo ahora. La cabeza gacha. Nada de orgullo, si no, no sirve. Por tu misericordia, por tu infinito amor. Nunca más, te lo prometo. Que no haga ese gesto, que me traigas. Y por mi Loli. Si vuelto a tomar, la próxima te lo llevás. Pero ésta no. Traémelo. Traémelo. Una última vez, por favor, devolvémelo. Las rodillas tocaron las baldosas frías. Se quedó ahí, mirando el suelo sucio de migas y pelusas. Y entre las migas descubrió una piedra, una ínfima piedra blanca. La recogió con un dedo, se la llevó a la nariz y, cerrando los ojos, aspiró fuerte”.
Y los trenes, también tema de la semana, pasaron desapercibidos porque en general fueron hechos de los buenos, de los que vale la pena esperar algo lindo, de los que no vale la pena buscar en lo importante de la prensa.
Los títulos fueron: “Descarriló un tren y cayó sobre casas precarias”, “Una formación del Mitre sufrió un cortocircuito”, “Tercerizados cortan vías”, “Los nuevos trenes del Sarmiento comenzarán a llegar en febrero”. Y como desde el primer cachetazo que fue pensar en los maquinistas yo recurrí a la ficción. Al Lucio de Olguín. Que padece. Igual que ese burlón de Julio Benítez, en su blog de Pastichoti: "Mi sueño más recurrente es que me hago recontrabolsa en un tren que lamentablemente voy manejando yo”. Igual que otros miles porque no es el primero, ni el único, ni en el único lugar.
A Lucio, al de Olguín, al que padece. “Morón había quedado atrás. Verónica quería escuchar lo que él no hablaba con nadie, ni con su esposa, ni con sus amigos, ni con sus compañeros de trabajo. Nadie le hacía preguntas cuando ocurría un hecho así. Un silencio piadoso lo cubría siempre y ahora Verónica quería meter sus brazos ya no en las heridas sino en su cerebro. A duras penas no se había vuelto loco y ahora ella revolvía en su cabeza y él volvía a sentir el miedo a la locura. En tres ocasiones lo habían llevado a una comisaría y lo habían dejado demorado toda la noche. Incluso el abogado de la empresa había tenido que sacarlo. Aunque tal vez era mejor eso que terminar en un hospital en estado de shock. O tener que soportar al psicólogo de la empresa que quiere calmar con una aspirina un cáncer que corroe las entrañas. El cáncer de haber visto, de recordar imágenes, sonidos y también el silencio.
“Cuarenta y ocho horas. Ese era el tiempo que el psicólogo le daba de reposo, pero él hacía lo posible para que lo reincorporaran al trabajo. Al fin y al cabo los trabajadores de los ferrocarriles se jubilaban a los 55. Eran un trabajo insalubre. Lo insalubre eran las muertes que cargaba cada uno de ellos. Y, sin embargo, siempre volvía a conducir los trenes. Más que una vocación era un destino, o una maldición. Su mejor manera de sobrellevarlo había sido el silencio, el intento consciente de olvidar todo”.

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