Siempre duele más.
por Mariana Moyano
Editorial SF del 15 de Junio de 2013.
Duele más. En la Argentina, según las cifras oficiales, mueren por año
5.000 personas en accidentes de tránsito. Los datos de las ONGs son aún
más espeluznantes: 8.000 se nos van en las calles y rutas. 21 muertos
por día les da el cálculo a los que estudian la cuestión. Pero igual,
aunque el número ni se le aproxime, la debacle
de un tren duele más. ¿Por qué? ¿Es que acaso los argentinos somos los
suficientemente inmundos como para que nos conmuevan más unas muertes
que otras? Puede que sí, pero no es de eso de lo que se trata ese
estómago estrujado que no tarda en ganar el cuerpo cada vez que un daño
tiene como protagonistas a los ferrocarriles.
Es como si por las
venas nos corriera un hilo de agua helada. Cerramos los ojos. Miramos
hacia arriba y es casi inevitable el “no otra vez”. Es que los trenes
son como arterias, son los vasos comunicantes de nuestra historia
contemporánea y cada centímetro de riel nos devuelve como espejo lo que
hicieron, lo que hicimos, lo que deshicieron, lo que permitimos
deshacer, lo que se hace y lo que falta con nuestro propio acontecer
como pueblo, como nación, como país, como patria.
El tren nos
recorre y nos escupe identidad. Nos dice quiénes somos. Cuántos quedaron
en el camino cuando el país era formateado para poquitos. Cuántos de
los nuevos consiguieron laburo. Cuántos de los viejos levantaron un poco
la cabeza al volver al ruedo. Es lo palpable del Estado. Es la
materialidad más a mano de lo público.
Se siente como YPF, pero uno, a los hidrocarburos los racionaliza, no los toca.
Está encarnado como Aerolíneas, pero de los que celebran la recuperación unos cuántos puede que nunca hagan un vuelo.
Pero el tren no. Con el tren es otra cosa.
Al tren los niñitos lo saludan de entrada. Al tren se juega en
cualquier ceremonia infantil. Al tren se lo extraña cuando un pueblo
cambia sus hábitos con la despedida de los vagones. Al tren se lo toca,
se lo vive, se lo usa, se lo sufre. Los ferrocarriles están hermanados
con nuestra vida histórica y con la cotidiana y dicen de nosotros lo que
podemos y no podemos ser.
Sabemos a qué vinieron los británicos a
estas pampas. A extraer, a llevarse y a practicar su deporte nacional,
que no es el fútbol sino la colonización. Para lograr el cometido
necesitaban medio de transporte y la inferencia cierra con la primera
lección que nos dan de jóvenes, en esa etapa en la cual comenzamos a
liberar nuestras cabezas del yugo del conquistador: basta ver cómo es el
entramados del recorrido ferroviario de la Argentina, cómo emula la
forma de una mano, para entender que el único objetivo de ese armado era
que las riquezas llegaran bien y pronto al puerto de ese Atlántico, que
no era otra cosa que camino seguro de lo nuestro a la corona inglesa.
Y el tren fue menos medio de transporte que herramienta de penetración
colonial en territorio argentino. Algo de eso entendió un gobierno
popular y por eso se los quedó.
Belgrano y San Martín. Pero también
Sarmiento, Roca y Mitre. Perón se les animó. Miró de frente a los
ingleses y les dijo: “muchachos, hasta aquí. De ahora en más, son
nuestros. Bye, bye y déjennos los adoquines y el roble macizo”. Pero
Belgrano y San Martín. Y Sarmiento, y Roca y Mitre. Enormes animales de
acero y de hierro que cuando los ves venir no hay vuelta atrás. Enormes
paradigmas de tipos de naciones los que deseaban ésos cuyos apellidos
bautizan a las líneas.
¿Qué Estado propone un Estado que combina en
nombramientos a libertadores y a gerentes coloniales? ¿Tiene precisión
quirúrgica esa línea divisoria? ¿O es, quizás, que esos nombres fueron
puestos como faro, como modo de indicarnos, de ordenarnos, que para
hacernos como Nación tenemos que tener un objetivo, claro, categórico y
sólo así trazar el recorrido? ¿Es –como parece que es- que los trenes
nos vomitan todo eso y cuando miramos para otro lado se nos estrella en
medio de nuestro “como sí”?
50 mil kilómetros de riel. Eso había. Eso nos quitaron.
Para fines de 1980, Ferrocarriles Argentinos tenía más de 106 mil
empleados; 36 mil kilómetros de vías, 1.800 estaciones, 51 talleres
principales y 23 de mecánica, 2.200 edificios para estaciones, 435
galpones de carga y 635 galpones para encomiendas y equipajes, 2.100
puestos de cabinas y señalización, 43 mil unidades de material tractivo y
remolcado.
Datos, de esos duros, durísimos, por indiscutibles y por lo severo del impacto. Y silencio.
Las empresas de transporte automotor trasladan, después de la debacle
noventosa, el 90% de las cargas y de los pasajeros y le montan un 50%
más del valor de costo de lo que brindaba el tren.
Datos, de esos duros, durísimos, por indiscutibles y por lo severo del impacto. Y silencio.
8.000 muertos por año en las calles y rutas por accidentes de tránsito. 5.000 aceptan las cifras oficiales.
Datos, de esos duros, durísimos, por indiscutibles y por lo severo del impacto. Y silencio.
Y una pregunta que se cae sola, madura, evidente, de una obviedad
pasmosa: ¿No hay acaso una relación inversamente proporcional entre la
cantidad de muertos en desgracias con volante y asfalto y el envío al
destierro del andar por sobre rieles?
Cada vez que Flores, Once o,
ahora, Castelar, se las rebuscan para colarse en el día a día y
mostrarnos de qué va la vida si el Estado no agarra toda completa la
papa caliente de la realidad ferroviaria, se superponen, hasta conseguir
un ensordecedor bochinche, conceptos, certezas, afirmaciones, recetas,
oportunismos, canalladas, fórmulas y verdades infalibles. “Fallaron los
frenos”, “son todos corruptos”, “hay que soterrar”, “hay que estatizar”.
Comportamiento mediático mediante, todo eso suele aparecer lanzado al
ruedo, así, sin más, sin grises, sin complejidades, como si fuera lo
mismo pensar estratégicamente la red vial que ver si preparo las tortas
fritas con grasa o con aceite.
Yo no sé nada del detalle de la
trama ferroviaria. No estoy formada en eso, no conozco y no es mi tema.
No lo afirmo en esta primera persona para sacarle el cuerpo a la
catástrofe, sino para explicitar mi profundo desconocimiento. Aceptar
que uno no sabe no te disminuye, te ubica.
Pero tres décadas de
militancia y participación política, de resistencia y lectura, me dan
permiso para decir que si fue éste el proyecto que subió a los
trabajadores nuevamente a un tren, pues es éste proyecto el tal vez no
único, pero sí el mayor responsable de tomar el asunto y solucionarlo.
Y es el Estado -el otrora grandote bobo, torpe, tullido gigante de lo
público que está desperezándose de tres décadas de siesta; ése al cual
los poderosos tendieron en el suelo para darle de patadas, ése al que
responsabilizan cuando algo falla, pero al que defenestran cuando
pretende inmiscuirse para apretar las clavijas- ése corpulento, el único
capaz de cobijar, de cuidarnos, de hacer a un lado los parches, de
meterle decreto, regulación y organización y reapropiarse.
Porque el verbo nacionalizar pocas veces como ahora tuvo tanto, pero tanto sabor a recuperación.
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