domingo, 10 de noviembre de 2013

Programa SF 92 - Graciana Peñafort y Damian Loreti - 9 de Noviembre de 2013

Guerra declarada a los cínicos.
por Mariana Moyano
Editorial del 9 de Noviembre de 2013.

Él es abogado. Pero no se parece en nada a los prototipos de la Farsantes del canal del solcito, ni a los de las series yanquis que son mitad detective, mitad alcohólicos. Es un bicho raro, pero no es ni cuervo ni carancho. Tiene toda la biblioteca de Derecho a la Información en la cabeza y te la tira, como si vos pudieras seguirle el hilo. “Abogado de gremio”, creo que era la fórmula que una vez le escuché usar para definirse. Del gremio de prensa, aclaro yo. Y en los años 90, cuando a todos los trabajadores nos echaban de todas partes, queríamos tener su contacto para que nos defendiera ante la empresa. No había demasiados apellidos para esgrimir ante la patronal y estar un poquito menos desprotegido; apenas un par: uno era Recalde y otro de esa lista de -cuanto mucho- tres, era él.

Cuando entramos más en confianza, una vez, con una amiga, le lanzamos impunemente durante el frugal almuerzo de un sábado fresco: “Loreti, hay vida fuera del código civil”. Nos reímos mucho nosotras y él se sonrió como celebrando la chicana. Siempre me sorprendió que no se enojase por aquello y resuena muy vívidamente aquella charla. Pero no fue lo único que se quedó pegado a mi memoria. También recuerdo que me asombró que celebrara con tanto ahínco un libro cuyo título yo siempre pensé equivocado. “Los cínicos no sirven para este oficio”, se llama el volumen en cuestión y su autor es el polaco Ryszard Kapuscinski. Este escritor sostenía que “No hay periodismo posible al margen de la relación con los otros seres humanos. Para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas”. “¿Cómo?”, pensaba yo en aquellos fatídicos, dolorosos y humillantes fines de los años 90. “Y entonces qué son los de ese ejército de hijos de puta a quienes lo único que les importa es el doble apellido –fulanito, de Clarín- y que a los que no estamos en esa nos miran con sorna y le agregan el sobrador ´pero vos te quedaste en el 45, nena. Y encima, lo tuyo es peor porque ni siquiera lo viviste´”. No eran impostores con disfraz de una profesión que no les correspondía. Eran periodistas y básicamente cínicos. ¿Entonces?
Ya no me lo pregunto más. Sencillamente porque el tiempo, los programas de televisión, las columnas de análisis, los acontecimientos y sobre todo la política -uno a uno- me fueron dando la razón. Pero siempre me quedó repiqueteando. Quizás sea buen momento para conversar sobre aquello.

Ella es abogada. También. Pero es menos moderada. Es prudente, juiciosa, cortés. Conoce y hace gala de todas las reglas de la formalidad y el decoro en cada una de sus funciones, ejercicios y trabajos. Sobre todo si su interlocutor es el Presidente de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Pero fuera de los estrados, agárrense. Es irónica, atrevida, tiene una insolencia que desconcierta porque va junto con la simpatía y es desmesurada. Y quienes la conocen un poquito se dieron cuenta de que algo de su irreverencia se le coló cuando al Supremo más conspicuo del Poder Judicial argentino le lanzó un “menos mal” con sonido a ofensa, cuando éste le anticipó, muy casual “la última pregunta”.
Como le dicen “Grace”, no falta el gil que le manda un “Graciela” descolocado luego de hacerse el amigo. Personajes aparecidos básicamente desde fines de agosto a la fecha. Los mismos que a Loreti le ponen una doble t que, vaya mi psicoanalista a saber por qué me irrita tanto, si por falta de rigurosidad o por oportunismo.
Graciana se llama ella y nunca olvidaré cuando el quijote aquél de nombre Gabriel, que en 2008 y 2009 se puso al frente de la pelea y le ofreció, no una, sino mil veces la mejilla al grandote para que pegue, nomás, me la mencionó por primera vez. Me había dicho: “si vos, de verdad, querés saber, entender, conocer y tener hasta el último detalle, la llamás a ella. La que sabe de verdad, es ella”.

No sé qué opina o si habrá leído con admiración a Kapuscinski, pero ella sí que no pertenece al batallón de los cínicos. Ella llora, se conmueve. A ella se le estruja el estómago cuando le hieren a SU ley o cuando le faltan el respeto. Ella la acuna, la cuida, la mima, la arropa y la defiende como una madre a sus pichones. Y detesta a quienes no están a la altura.

Estos dos a la ley SE-LA-CREEN. En el mejor sentido de la frase. Le confían, le tienen fe (si es que cabe lo religioso en algo tan, pero tan racional). Y son –todos quienes batallamos genuinamente por esta ley hemos sido- explícitos, claros, contundentes, precisos, francos, honestos, sinceros: no es la reforma agraria bolchevique lo que estamos debatiendo; no proponemos embarcarnos hacia una revolución guevarista en el campo de los medios de comunicación; jamás prometimos la utopía socialista vía la 26522.
El debate es acerca de la desmonopolización, de la desconcentración del mercado mediático, de la competencia un poco más leal. Es decir, de Adam Smith para acá, algo más o menos parecido al liberalismo –al de verdad, no al que usan de mascarón para instalar al neo-. O supongamos, un keynesianismo Siglo XXI.

Era por eso que marcábamos la exageración y la trampa de aquel “TN puede desaparecer”; era por eso que nos parecía tragicómico aquella acusación de “stalinismo intervencionista”; era por eso que les recordábamos, sobre todo a los radicales, cuánto más restrictivas habían sido las propuestas de la UCR antes de la llegada de Menem a la Casa Rosada; era por eso que sometíamos a juicio a periodistas victimizándose en nombre de normas inexistentes salvo en su imaginación, a dueños de medios víctimas –estos sí en serio- del poderoso que devenían defensores de sus verdugos, a sabelotodo de la materia que por ganar minutos de aire rifaban prestigio, libros y sus propias cátedras y se convertían en los espadachines de los oligopolios.

Era por eso que fue tan, pero tan sencillo tener argumento ante cada ofensa, mentira y disparate. Era por la democracia. Nunca hubo detrás de esta ley nada más que democracia.
Por eso es que es tan extraño e insultante leer y escuchar a supuestos izquierdosos (algunos ex K furiosos, vaya uno a saber bien por qué) burlarse ante la imagen del grandote imbatible y todopoderoso cediendo, no ante un gobierno, sino ante las instituciones.

Porque es precisamente esto la presentación de su plan de adecuación. Que faltan licencias en los papeluchos, que quizás en uno de los seis puntos se pasan del 35% correspondiente y que se hacen los giles con aquello aún vigente de que su fusión y su compra de otros cables no fue autorizado. Si, por supuesto. Pero con las dos manos en el corazón y con toda la honestidad intelectual y política sobre la mesa: ¿alguna vez, alguien, alguno de los que se burla, cuestiona, chilla porque le parece que tiene gusto a poco, pensó, supuso, imaginó, una escena en la cual Goliat se sienta ante David, reconoce las reglas y le dice “OK, touché, me ganaste. Juguemos tu partido. Acepto mi derrota; me avengo a las regulaciones del sistema institucional”? Que no nos vengan con chicanas los que tienen la lengua larga y la audacia cortita. O, parafraseando al gran Solari: que los panquecoides en estado de hiperborocotización no firmen con la mano cheques que su culo no puede pagar.

La Argentina es vertiginosa. Un poco porque lo es y otro tanto porque el ritmo frenético de lo que se supone debe interesarnos es manejado por quienes controlan los tiempos de esa vida que camina a tranco televisivo. Pero esta vez pasó algo absolutamente fuera de lo común. Extraordinario en el sentido literal de la palabra. Hubo como un geiser de la política profunda (de lo moderno, dirían los filósofos, o mi estimado Rinesi) que desde lo profundo de la tierra le puso política de fondo a la política de superficie. Estaban jugando a las definiciones con lo más trivial; equiparando democracia sólo con comicios. Y vino un chorro desde el centro de la tierra y los puso en aviso: la República y la libertad no son palabritas de un slogan de campaña. Es eso subterráneo que conmueve, sopapea y cambia los términos de la ecuación. Estaban dando por cerrada una etapa y un fallo de la máxima autoridad judicial les dijo: “chicos, no se queden paveando porque este juego viene en serio”. Y mientras armaban un esqueleto argumentativo sobre la base del bonus track de la Corte y no del nudo jurídico, Clarín dejó en offside a sus propios mediocampistas y en una pirueta –de jugador exquisito o de gigante herido, ya veremos- se avinieron a cumplir. Y como si alcanzara ya con eso, en un entrepiso oculto también entró el mejor desinfectante, la luz del sol. Y salieron de la cueva archivos del horror que confirman que los dueños de la palabra también lo fueron de los uniformes y de las botas; y que la estafa al Estado tiene prueba de haber sido tan monumental como la tortura.
Reconozco que no les creí. Digo, la jugada del plancito de adecuación. Jamás. Es que uno se cura de espanto. Y los llamé. A ellos dos. A los abogados. A los que perseguí, molesté, interné a preguntas y dudas durante estos últimos cuatro años para lograr entender cada esquina del debate. “¿Dónde está la trampa?”, fue el mensaje de texto que les envié a dúo a estos dos abogados que son capaces de recitar de memoria artículo por artículo. Ellos me dieron las explicaciones detalladas que necesitaba e intercambiamos pareceres. Y en un momento, de una de las conversaciones, uno de los dos me dijo “¿y si quizás es verdad que les ganamos un poquito?...”

El kirchnerismo siempre fue para mí ese movimiento con muchas características a favor pero con una básicamente sanadora: la capacidad de hacernos ver y comprender que lo que aparecía como muro, era apenas telón y que éste podía correrse, y que una vez corrido nuestros ojos iban a observar en toda su dimensión lo que antes no sólo nos estaba vedado sino que se nos presentaba como inexistente. Y luego, como si con eso ya no alcanzase para rescatarnos del mundo de la mentira, nos invita a hacer algo con eso que vimos y nos desafía a cambiarlo. Pato o gallareta, dice mi vieja. Plata o mierda, decía una amiga. Que salga lo que deba salir. Pero que salga. Que se muestre y pelee. Córranse suplentes y a batallar, titulares.

Hacer visible. Mostrar. Poner en evidencia. Ser el catalizador protagonista del proceso. Revelar (con v corta) para que nos rebelemos (con b larga). Todo eso. ¿Pero ganar? ¿Y si era verdad que les habíamos ganado un poquito?

Y me paralicé. De verdad. Me turbé. Los que estamos de este lado de la historia no estamos muy acostumbrados que digamos a ser los que suben al podio. ¿Gobiernos? Si, varios. ¿Torcerle el brazo al poder? Contadísimas veces y apenitas terminada esa contienda en la que quedábamos mejor ubicados, a prepararse porque el golpe de Estado era el paso inmediato.

Pero después del estremecimiento me quedé pensando y me di cuenta que a lo largo de estos años, de estos 10, ellos habían cometido un error, uno tremendamente grave que en política se paga caro: no es que quisieron pasarnos por encima con sus argumentos, ganarnos la discusión, mostrar la debilidad de nuestras premisas y evidenciar que nuestra posición era la que estaba equivocada. No. Ellos fueron por otro carril. Fueron por nuestra aniquilación como interlocutores. El kirchnerismo y todo lo cercano a él, era una impostura, una mentira, charlatanería, una patraña, falsedad en estado puro. No fueron por nuestros argumentos. Fueron por nosotros. No quisieron eliminar nuestros fundamentos sino a nosotros. El kirchnerismo no es que estaba equivocado. El kirchnerismo sencilla y llanamente no era.
Y la pifiaron. Fiero.

Y ahora no es que estemos cantando victoria. Es que estamos diciendo que estamos. Que somos. Que jugamos. Que somos parte del partido. Y que a veces, las cosas nos salen bien. Por convicción, “por mandato popular, por comprensión histórica, por decisión política” o por casualidad… Estamos. Y ese estar, ese ser, ese hacer fue una declaración ontológica de guerra al cinismo. No a esa moda noventosa, a ese pasar de todo tan cool entre los periodistas supuestamente opositores al menemato. Sino a ese sarcasmo que los poderosos habían elegido como instrumento para esmerilar, primero, y darle el tiro de gracia a la posibilidad de cambio, después.

Escribí en agosto, como un deseo lanzado al aire, como un rezo laico que hace décadas que lo estábamos gritando, primero solos y ahora de a muchos. Que ese 28 y ese 29 de agosto, los de las audiencias, no iban a ser días comunes. Que nos íbamos a levantar; que íbamos a hacer todo lo de la mañana en un par de horitas; que íbamos a pedir reemplazo quienes teníamos la posibilidad; que nos ausentaríamos de otras actividades y que partiríamos a Tribunales. A decirle a esta ley que no estaba sola. Porque no es una normativa escrita en un papel. Es el grito desesperado de una democracia que está harta del discurso único; que está hasta el tuétano del versito del falso pluralismo que pone a opositores a matarse en un set de TV, pero que no se anima a ver qué le preocupa de verdad a un colla; que no da más de que su verdad sea sólo la mercantil y que quiere que al menos una, una solita vez, las corporaciones, en un paisito perdido de un continente olvidado, allá, por el sur de la razón, tengan que pedir, si no, perdón, por lo menos permiso.

Así lo dije. Y lo repetí. Como quien recorre con sus manos, botón por botón, una especie de rosario sincrético entre ruego y militancia.

Y ellos seguían haciendo su juego, su propia partida. Porque para ellos, nosotros no estábamos allí. Hubo uno que se les adelantó en el aviso. En mayo de 2002 el genial, el maestro Nicolás Casullo –que si fuera parte, ahora estaría disfrutando como un loco desencajado estos últimos 10 días- se los dijo: “En ese maltrecho peronismo que vendió todas las almas por depósitos bancarios, Kirchner es otra cosa: insiste en dar cuenta de que ésta no fue toda la historia. Que hay una última narración escondida en los mares del sur”.

Ellos no escucharon. Porque nunca oyen, porque una les habla pero ahí no ven a nadie.

Pero parece que el grito desesperado se hizo escuchar. Que el discurso único tenía fisura. Que la verdad mercantil no era la única. Y el cinismo se debilitó, se secó, se arrugó, se hizo pasita de uva. Y esos más-operadores-que-periodistas, para quienes no es este oficio según Kapuscinski, se quedaron con la boca abierta. Y una vez, una solita vez, las corporaciones, en un paisito perdido de un continente olvidado, allá, por el sur de la razón, fueron obligados a hacerlo y tuvieron que pedir, si no perdón, por lo menos permiso.

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