miércoles, 4 de diciembre de 2013

Programa SF 95 -Mara Brawer y Eduardo Jozami - 30 de Noviembre de 2013


La otra transversalidad.
por Mariana Moyano
Editorial SF del 30 de noviembre de 2013.

-Hola, ¿Mariana? Ah, ¿cómo estás? Soy Malena, de la dirección de género del Ministerio de Defensa. 

La sola presentación del título de ese pedacito de organigrama ministerial genera –reconozcámoslo- una suerte de interrogante sobre algo que, a priori, aparece como un oxímoron. ¿Dirección de género en el Ministerio de Defensa? ¿Hay un prototipo más de macho que el que calza traje militar? Bueno, pues a ir amoldándose porque las cosas que no parecen, hoy son en esta Argentina año verde, en la cual los de ese color de uniforme también son LAS.

Esta dependencia funciona desde años. Dicen que trabajan mucho y que lo hacen bien. Es que todo lo que ha cambiado es lo mismo que ha provocado que haya tanto aún por cambiar: 15000 mujeres tenemos hoy en nuestras Fuerzas Armadas y el 60% de las inscriptas para ingresar a la Armada son mujeres.

Sí, minitas, con uniforme. Y de a muchas

Así que, sí. Dirección de Género. En el Ministerio de Defensa. Y con incansables delirantes que llevan adelante proyectos imposibles, algo a lo que, por suerte, nos estamos empezando a acostumbrar en la Argentina actual.

Releo y me digo que es incorrecto. No la frase, sino que nos acostumbremos. Me subrayo que es incorrecto si naturalizamos lo hecho; pero me aliento al ver que esto de hacer, incluso, lo imposible, se nos está haciendo costumbre.

Bueno. El nudo de este relato es que desde la impensada, insólita hace apenas unos añitos, increíble para desconocedores, humillante para tradicionales, asquerosa para la derecha, delirante para los cínicos, Dirección de Género del Ministerio de Defensa me estaban convocando a participar de una aún más exótica actividad.

Era la ratificación de lo imposible. Era desopilante. Y era un delirio.

-Desde ya, Malena. Fue mi respuesta.
-Contá conmigo. Ahí voy a estar.

Y me quedé pensando. El sí me salió de las tripas antes de que ella terminara de contarme y sin que le costara nada convencerme. Era, como digo, casi un delirio. O sea, era imposible negarse a participar.

Así fue que llegó el jueves 28 de noviembre. Locura, horarios que no cierran, hijos… y taxi, ya casi inaccesibles porque Mauricio siempre es Macri.

“¿Al Ministerio de Defensa o al edificio del Ministerio de Guerra?”, me consultó el chofer. Y dudé. No de la existencia de un Ministerio de Guerra, que sé hace décadas que no poseemos, sino de la ubicación exacta del sitio al que yo debía ir. Porque él se refería, interpreté, al edificio que uno vincula, por nombre, con Libertador; y por imagen, con esa en la cual las escalinatas no están sino copadas por hombres de caras con betún y liderados por Aldo Rico, durante aquella revuelta carapintada que terminó a los tiros en pleno Paseo Colón.

Era un delirio, bien desopilante, imposible: kirchnerismo en estado puro. A eso me habían invitado, así que abandoné la vacilación. “Sí, claro, señor. Voy al edificio Libertador”.

Cuando bajé del taxi no vi sino lo que mis ojos –juro- jamás olvidarán. En ese lugar donde después de aquel levantamiento pareció quedar prohibido para siempre el ingreso de una democracia que excediera lo formal; ahí, todo a lo ancho del espacio que ocupan las columnas, colgaba una bandera de un color poco común para un inmueble público. Violeta para más datos. Con la inscripción “No a la violencia”, para mayor precisión.

Las rejas de ingreso, abiertas de par en par. Y en la Plaza de Armas -esa presentación que siempre ofrece la imponencia edilicia para ir ubicándonos en la pequeñez de nuestra humanidad- no había ni tanques, ni cañones, ni bayonetas, sino un ejército… un ejército de féminas. Cada una en su puesto de lucha y de recuperación de dignidad: en sus stands de venta de lo producido por ese inmenso mar humano que es la economía social y que ya ha generado un millón de puestos de trabajo, muchos de ellos para las mujeres que han podido huir de la trompada marital que era parte de su paisaje diario.

Ponchos, dulces, carteras, adornos, remeras… y mujeres.

Subí las escaleras, reconozco, aún incrédula. “Disculpe”, le susurré a un hombre de uniforme. “Acá hay un encuentro…”, “Si, si”, me dijo el ¿oficial? –siempre fui una absoluta, completa y total ignorante en estas cuestiones de comprender qué grado o cargo ostenta cada insignia-. “El encuentro por el día contra la violencia de género. Es en el salón San Martín”, me informó él.

¿Dónde me había metido? ¿Dónde nos había metido este proyecto político? ¿Dónde había puesto a las Fuerzas Armadas la conducción civil? ¿Era acaso en serio que finalmente estábamos construyendo alguito de eso del ejército de Belgrano y de todo aquello eso que de tan hermoso que suena nadie cree?

Seguí caminando. Muy simuladamente oronda y con el andar de una supuesta certeza. Nadie me detuvo ni me hizo pasar la cartera por una cinta de rayos, ni me indicó que debía atravesar un detector de metales. ¿Confían en mí? ¿Cómo saben quién soy? ¿No sospechan que yo pueda estar acá con la única intención de querer hacer volar todo esto por los aires?

En eso estaba cuando, finalmente, me detuvieron. Eran dos…

Eran dos pibes de no más de 35, quienes después de saludarme me ofrecen lo que cargaban: “¿Un mate, Mariana? Vení. Es por acá”.

Y me acordé de la enseñanza que me había regalado la bellísima Lilia Ferreyra, última compañera de Rodolfo Walsh: A la ESMA -me había dicho ella- hay que entrar taconeando fuerte porque así se convoca a los fantasmas buenos que todavía andan por ahí.

Era como una realidad en espejo. Y taconee. Y mientras lo hacía caí en la cuenta de cuánto significado castrense tiene eso del taquito, del militar, y cuánta acepción femenina una puede otorgarle si a eso le dice calzarse los tacos.

Andaba en esto, divertida con el juego de palabras cuando levanté la vista y un cuadro de la capitana Juana Azurduy me dio la bienvenida al salón principal de ese mega edificio tan, pero tan marcial. No estaba en un rincón, ni arrumbada, ni en un sitio de ocasión con el único objetivo de cumplir con lo políticamente correcto de mostrar que está. No, nada de eso. Es ella quien abre el paso al corazón del espacio protocolar.

Y ahí estaban. Más de mil mujeres. La mayoría de uniforme. Militar unas; y otras, con ese que lo es también, sólo que conformado por prendas y calzado cómodo para poder darle y darle, por ejemplo, a la máquina de coser.

Y ahí estaban el Ministro Agustín Rossi, las mujeres de la Dirección de Género, las de ayuda a las víctimas de trata, esa abogada y querida amiga que le mete el cuerpo y la cabeza por igual tanto a la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual como a las actas de la Dictadura, las de la Unidad que permite que una ley como la de protección integral sea algo más que un bello articulado, diputadas metidas hasta el tuétano con la pelea de las mujeres y la defensa de las más vulnerables, la Ministra de Desarrollo y el Vicepresidente por teleconferencia desde Río Gallegos, un lindo número de militantes y de funcionarias de otras dependencias,

algunos otros hombres y hasta un comodoro al que le encantó la definición de feministo con la que luego lo bauticé. Y para volver fotografía perdurable esa jornada de encuentro, todas y todos, con la mano en alto y la tarjeta roja al maltrato a las mujeres.

Y pensé en la transversalidad. En cómo se colaban en ese salón:

* lo que significó la poco conocida decisión de que las mujeres militares dejaran de hacer el ridículo adaptando su cuerpo a las prendas de los hombres y se resolviera que fuese la ropa la que se adaptase a sus formas femeninas;

* el debate sobre nuestra ya epopéyica ley de medios porque habíamos aprendido que sólo lo que se hace carne en el pueblo llega para quedarse;

* la figura de un funcionario, ministro o secretario que entiende que el Estado y su función no es el cachito de oficina, departamento y mediocre resolución que le queda a la firma, sino todo el ámbito de lo público;

* las 48 horas previas de negociación con España por la cuestión Repsol porque vimos casi en vivo y en directo que si queremos que las cosas se hagan en serio deben ser los Estados los que tienen que meter la cuchara;

* las tapas de los poquitos medios que se animaron a llevar a la cúspide esa información de estos días de que en lo que va del año esas 209 mujeres asesinadas no son fenómenos asilados sino que eso tiene nombre y se llama femicidio;

* el fin del discurso de un jefe de bloque de senadores que se atrevió a decir delante de todos que lo hay que cambiar, sencilla y simplemente, hay que cambiarlo.

* lo que implica la política de memoria, verdad y justicia cuando trae como contracara el intento de construir unas fuerzas armadas populares y al servicio de algún proyecto que no sea el propio sino el de un país.

Era como un operativo Dorrego, pero violeta, de tacos, con falda por arriba de la rodilla y con la cantidad de rímel que el gusto indique.

Y ratifiqué que eso no se hace si no es desmalezando la lógica, no de una dependencia, ni de una fuerza, sino atravesando con una filosa daga de batalla cultural cada rincón de cada ministerio; cada oficina de cada ámbito del Estado, pero sobre todo, cada cabeza de cada habitante de este suelo.

Quizás entendimos mal. O tal vez ante el freno, se buscó otro rumbo para lograr el objetivo. A lo mejor, de lo que se trataba aquello que Néstor Kirchner tanto nombró y que –supuestamente- tan mal le salió, no era atravesar con una misma idea a varios partidos políticos, sino hacer que un hilo más sutil, pero más fuerte nos fuera engarzando uno a uno, a individuos, sectores y espacios de la cosa pública. Que eso de ser transversal no eran sellitos partidarios y representación parlamentaria para manos levantadas, sino acuerdos mínimos de grandes mayorías para manos tendidas que permitan que quien la pasa mal encuentre de qué agarrarse. A lo mejor, se trataba más de un viento huracanado que sacudiese las estructuras hasta conmoverlas que de acuerdos y votos en comisión.

Entendí que lo importante no era que en las Fuerzas Armadas no hubiera más mujeres golpeadas, ni de que las minorías encontrasen un lugar. De lo que estábamos hablando era de que cuando lo que se hace, se hace para que el y la que no sabía cómo, hoy pueda subirse al tren y ser parte del resto, quien más gana no es el recién llegado a la inclusión, sino todos los que ya estaban. Porque desde el preciso instante en que uno se suma, la mayoría es quien se transforma en algo mejor.

Y hubo charla, y hubo panel, y hubo disconformidad, y hubo malos entendidos, y hubo desacuerdos. Es decir, hubo realidad pura, cruda y dura. Política. Negociación de los conceptos. Forcejeo de lo establecido. Hubo Argentina en movimiento. Hubo territorio vivo.

Y hubo, aún, más sorpresas. Porque las jornadas de ese estilo tienen el bendito capricho de querer tatuarse, de grabarse a fuego en las memorias de los sensibles. Y a la formalidad del cierre, al acto de coronación y la cena de cierre le sobraban de esos detalles que hacen que uno se vaya a la cama pateándose la mandíbula.

La tarde se estaba yendo. La locutora anunciaba las formalidades por venir y en medio de unas sillas se observa un saludo: cuatro hombres se abrazan con afecto. Dos de ellos llevaban la híper identificadora ropa caqui, el tercero iba de blanco con esos detalles de dorado sólo atribuibles a la Marina y el cuarto era un civil. Uno bien chillón y escandaloso que hace del llamar la atención su sello de participación. El paladín del matrimonio igualitario no sólo departía, sino que se estrechaba en el saludo con altos mandos de las Fuerzas Armadas. Fue extraño porque él no era “el puto” y ellos no fueron “los milicos”. Fue un gay hombre militante de una idea enlazado en el aprecio con tres miembros de la jerarquía militar. No todos los días uno ve esa imagen. No todos los días al prejuicio le gana el respeto.

Por la noche, la Fragata Sarmiento fue el escenario de una cena frugal, relajada y amena. Conversaciones, felicitaciones, saludos, reconocimientos, algunos chismes, las inevitables especulaciones y mucha política; mucha charla sobre la minucia de la cotidiana y sobre los grandes desafíos próximos de la patria.

“¿Quisieran recorrerla?”, propone el capitán refiriéndose a ese segundo hogar que, apuesto, conoce más en detalle que el que comparte con su esposa. Y se armó la vista guiada. Los cuadros, la historia, los ex presidentes, el inevitable Sarmiento y esa alfombra tejida a mano en el salón principal… De la India, Kazajistán, Turkmenistán… no sé de qué país había viajado el tapete porque un sonido se robó mi atención.

Y otra vez aquella Malena. Nos miramos, dudosas. Nos fuimos acercando. Y esperamos que la otra nos quitara del ensueño: ese sonido jamás podía provenir de allí.

“¿Los Dinosaurios?”, me animé. Y nos encaminamos. Sólo seguimos la melodía. Y lo confirmamos. Y vimos cómo la primero travesura se convertía en imagen de un tremendo otro país: un joven funcionario del Ministerio se había atrevido, sin el enojo ni del Capitán ni de ninguno de los uniformados que formaban parte de la comitiva, a sentarse en una silla de 1897 y ante un piano de 1925 a tocar esa pieza de un García auténtico que ya es himno nacional para exorcizar el horror.

Y fue invitación. Y un jueves de una semana en un barco insignia de un país extraño entonamos y casi gritamos, civiles y uniformados, que aquellos dinosaurios, sabíamos, iban a desaparecer.

Y se me aparecieron. Todos. Los incansables delirantes que llevan adelante proyectos imposibles, algo a lo que, por suerte, nos estamos empezando a acostumbrar en la Argentina actual.

Releo y me digo que no suena bien. No la frase; que nos acostumbremos. Lo que sí viene bárbaro es que esto de hacer, incluso, lo imposible, se nos vaya haciendo costumbre.

Era la ratificación de lo imposible. Era desopilante. Y era un delirio.

-Contá conmigo.

Me repetí. Cuando pasen estas cosas, yo quiero estar ahí. Y me quedé pensando. Porque, como digo, es casi un delirio. Y es, precisamente por eso, imposible negarse a participar.

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