Es mas Fácil
Por Mariana Moyano
Editorial Sintonía Fina 16 de marzo de 2013
Es fácil. Es más fácil. Es lo más fácil. El slogan es
al discurso político lo que la bala de plomo a la mano dura. Va directo al
objetivo. Acaba rápido con el problema. Y deja que de las consecuencias se
ocupen sólo quienes intentan abordar la complejidad de todas las
circunstancias.
“Hay que meter bala”, es una frase cortita, poderosa.
Parece que va al grano, al nudo, pero, en realidad, va directo al corazón, a
los sentimientos a los cuales siempre apelan quienes buscan llevar adelante
políticas que no pueden -no deben- explicarse porque corren riesgo de
autoincriminarse.
Blumberg no fue una elección al azar. Ayudaba la procedencia, las compañías, su
indiscutible y genuino abatimiento y las ganas propias de pasar de víctima
innegable a voz de autoridad, sin recorrer el proceso que va del duelo a la
organización.
Salió mal por lo falso. No el dolor sino el título. Y
ante todo, porque para pedir la muerte de alguien hay que ser (parecer,
maquinaria mediática mediante) impoluto. De esto algo saben -y valga la
digresión en estos días tan eclesiásticos- los que más saben de política en ese
mundo que hace política y que se escuda detrás de la cruz para hacer como que
no hace ni sabe nada.
Porque con traje limpio, ropa blanca, buena dicción y
mucho rezo se puede exigir pena de muerte, pibes en cana, bala al ladrón y el
“que se pudran en la cárcel” tiene permiso para virar al “que se pudra la
cárcel con ellos adentro”. El estereotipo ayuda y no es sencillo desmalezar el
complejo universo lumpen que dictadura y noventas construyeron sin pausa.
Bien escrito y mejor pensado lo dijo así un tal
Eugenio que siempre prefiere que le digan Raúl: “El sistema penal opera siempre
selectivamente y selecciona confirme a los estereotipos que fabrican los
medios. La capacidad reproductora de violencia de los medios masivos es enorme:
cuando se requiere una criminalidad más cruel para poder excitar mejor la
indignación moral basta que la televisión publicite exageradamente varios casos
de violencia o crueldad gratuita para que inmediatamente los requerimientos de
rol vinculados al estereotipo asuman contenidos de mayor crueldad y,
consiguientemente, ajusten a ellos su conducta quienes asumen el rol
correspondiente al estereotipo”.[1]
Pensar la cosa; buscar las causas un poquito más allá
del metro cuadrado que nos rodea; vincular el asunto que quema, la papa
caliente, con algo que exceda el alarido indignado; entrarle al tema con espada
y armadura a sabiendas que el piolín del que tiramos trae mugre de décadas; estar
al tanto de que el tejido se quiebra de un tijeretazo pero que la reparación es
casi un zurcido con hilos de seda. Descompartimentar la cabeza. Vincular
problemáticas. Unir los tiempos. Diseccionar los pasados. Vislumbrar las
aristas del presente. Advertir los efectos de un futuro.
Por ahí va el esfuerzo. Pero no les gusta.
No quieren eso. Salida inmediata. Solución final. Bala
y golpe. Dinamita al pensamiento. Hiroshima en la reflexión.
“Niegan la inseguridad”, gritan desencajados.
“Nos matan como moscas”. “Quieren los derechos humanos
para los delincuentes”. “Viste, kirchnerista paga, qué suerte que a vos también
te pasó”.
Por ahí va el tono. Ese el máximo de trabajo cerebral
al que llegan.
Salida inmediata. Solución final. Bala y golpe.
Dinamita al pensamiento. Hiroshima en la reflexión.
¿Hay diálogo posible? ¿Por dónde se empieza a pensar
el asunto?
La derecha es hábil en eso. Pensamiento analógico:
encadenamiento ligero de un hecho con otro, de modo que lo primero gritado se
presente como causa obvia de un acontecimiento brutal, que encoleriza y
mortifica. Así la hacen jugar y el dedo se levanta y señala siempre a un
responsable individual. Lo más cercano a un razonamiento medieval y limitado en
el cual la muerte del perro acaba con todas las rabias del planeta.
Pero uno sabe. Ellos también lo saben: la cosa no es
analógica. Es digital. Tiene un centro al que sólo se accede sorteando círculos
concéntricos. Y eso implica obstáculos, ir y volver, retroceder uno para
avanzar dos. “Interdisciplinario”, lo llamó la academia y lamentablemente otros
que se escondieron en la complejidad para poder no hacer nada. Y aprovecharon y
la palabra se llenó de mala prensa y a la prensa la coparon los malos. Y
aprovechó la derecha y ganó la bala. Dinamita al pensamiento. Hiroshima a la
reflexión.
Empecemos por la seguridad. Empecemos por estar
seguros. Por poseer la certeza de qué nombramos cuando decimos seguridad. De lo
contrario será la operación la que cree la estadística; el plano corto y la
cantinela, los que me construyan la percepción y la presentación efímera y
recortada, la certeza de que aquí no hay historización.
Hace unos años fui invitada a Monte Chingolo. 2009 era
el año militante para quienes los medios han sido siempre una obsesión
política. El tema: LA ley. El auditorio estaba lejos de ser el previsible, el
que uno –prejuicio reconocido mediante- supone será el inicial para un debate
público aún en pañales. Lo digo así, sin eufemismo y con la correspondiente
aceptación de los preconceptos propios: los asistentes eran pobres, muy pobres
y con urgencias mucho más inmediatas que la concentración monopólica de
licencias audiovisuales.
Hablé un rato pero no me aguanté. Interrumpí mi
perorata y disparé: “Disculpen, pero ¿por qué han venido ustedes acá?”. Una
ráfaga de silencio, mucho más espesa que la atención con la que escuchaban,
cruzó el salón. Uno, dos, tres… segundos eternos paralizaron el tiempo. Ellos
cruzaron miradas, sospecharon de mí y dudaron. Pero me animé: “Insisto, ¿por
qué vinieron ustedes acá?”. Y un estereotipo puso las cosas en orden, ese ya
construido por décadas de políticas y por la necesaria sedimentación mediática,
esa que permite que algo se instale con fuerza de verdad.
Era él. Era el arquetipo de todo lo temido, de todo lo
culpable: un joven de jean caído, visera atravesada, remera larga, campera dos
talles más grande y mucho de aquello que acarrea la historia y el recelo en
esos cordones del conurbano.
Levantó la mano. Miró a los costados. Se paró y ordenó
en una frase 50 años de imaginario colectivo: “Yo vine porque estoy podrido de
tener la culpa.
El sabía. Sabía que una bala cercana lo buscaba a él.
Porque también había estado en la mira del otro disparo, del de las cámaras que
en el preciso momento tiempo que congelan la imagen la instalan para siempre. “Yo vine
porque estoy podrido de tener la culpa”, había dicho y con esa frase hizo su
aporte, hizo su intento. El de desabaratar la lógica que siempre tiene un
culpable a mano, lejano, ajeno. El otro propio que permite dejar afuera lo
nuestro que no nos gusta.
“Yo vine porque estoy podrido de tener la culpa”. Y lo
dijo fuerte para aniquilar al slogan, para protegerse de la bala, para inhibir
la dinamita en el pensamiento, para adelantarse a otro Hiroshima en la
reflexión.
[1] Zaffaroni, Eugenio Raúl, “Los aparatos de
propaganda de los sistemas penales latinoamericanos (la fábrica de la
realidad). En busca de las penas
perdidas. Deslegitimación y dogmática jurídico penal, Ediar, Buenos Aires,
1989, pp 131/136.
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