Fue hace un mes.
por Mariana Moyano
Fue hace un mes. Fue hace nada. Fue como con todas las destrucciones:
un tornado, los noventa, la dictadura. Fue igual con la inundación: vino
rápido, parece que de sorpresa, arrasó, trastornó y cuando a uno se le
fueron alejando del cuerpo los signos más evidentes del horror, tomó
nota de que no quedó nada. O que si algo quedó, nada será lo mismo.
En Santa Fe, cuentan que fue igual, sólo que con afectados parece que
más solos. Por aquellos días fue como si el agua también se llevara al
gobernador. Se lo tragó. Se ve que esa vez también vio cosas, y que
tampoco quiso ver.
Fue hace un mes. Fue hace nada, por lo que los
balances pretendidamente acabados aún serían irresponsables o
incompletos. Pero ya hay postales y hay algunas conclusiones flotando.
Unas arrancan sonrisas y emotivas lagrimitas. Otras, directamente,
susto.
A horas del agua, la imagen que más me había impactado –así
lo comenté- fue la de ella calzada con sus botas negras de goma, sola
entre el remolino del helicóptero y los más perjudicados. Con más oreja
que palabra: un de igual a igual interesante de la Presidenta al que
supo recurrir también cuando a Salta se le vino encima una pared de
barro. Impacta, siempre, una mujer de taco aguja metida entre el lodo y
sin parafernalia oficial. Impacta, además, porque no pierde autoridad,
pero gana en ternura.
De todos modos, hubo otro gesto que me
impactó muchísimo más. Salía de la casa de gobierno provincial y un
racimo de micrófonos buscaban su palabra y luego de un par de respuestas
cortas dijo, así, sin más vueltas “a trabajar, a trabajar”. Dos veces.
“A trabajar, a trabajar”. No fue ni imperativa, ni autoritaria, ni
exigente siquiera. Pero sonó categórica, rotunda, segura. Y más que
orden, entonces, lanzó un convite, una invitación que sonó a desafío. “A
trabajar, a trabajar”. Algo como… a ver qué pasa si trabajamos
–digamos- dos veces, o sea el doble.
En aquella Santa Fe del sojero
piloto de carreras, el silencio posterior al agua lastimó tanto como la
tormenta. En esta oportunidad, a las ciudades de La Plata y Buenos
Aires las ahogó el agua y –a esta altura ya es obvio- el frenesí
inmobiliario. Pero salvo el empresario de paseo por la intendencia y la
increíble chapucería de otro jefe comunal quien confundidísimo creyó que
la construcción virtual seguía -como décadas atrás, a la misma altura
del hecho- la dirigencia en funciones gobernantes no hizo demasiados
papelones.
Fue hace un mes. Y como fue hace nada, es por eso que
aún se oyen y se ven a miles de pibes –pibitos, de verdad, chicos-
trabajando, dando una mano, compartiendo un mate, metiéndole garra a una
pared con la lavandina, haciendo gala de las ganas de estrechar.
¿Por qué una jovencita de veintipico se levanta a las 5 y media de un
sábado, se trepa a un bondi alquilado y canta hasta llegar a Tolosa para
terminar fundida y sucia a las ocho de la noche y llegar a su casa con
energía, apenas, como para pegarse un baño e irse a dormir? ¿Es algún
grado de fundamentalismo que la mueve? ¿Un calado profundo del
adoctrinamiento militante?... Cuánta pavada se ha dicho, ¿no? Cuánto
pavote, calentito en su casa, con wi fi disponible las 24 horas y con
espacio para decir y escribir lo primero que la bronca le habilite en su
cabeza.
¿Por qué un pibe de 14, para el que la diferencia entre
Azules y Colorados aún no es del todo clara y para quien el Operativo
Dorrego no es siquiera un dato, está meta doblar ropa, cargar bidones y
quitar basura todo el bendito fin de semana?
Mal que le pese al
ex–periodista excedido en ego, no es por plata. Ahí no hay guita. Se
nota. Él lo ve. Y por eso se lo calla. Ahí no hay mierda. Y por eso no
le sirve como munición para apuntar y tirar. Ahí no hay sustancia para
ellos; no encuentran la materia prima que necesitan esos dueños de la
máquina de hacer veneno.
Por eso, quienes se mueven a través de una
intuición menos tóxica, quienes no usan la ponzoña para vivir saben que
ahí hay algo. Algo que no hubo, que no tuvo, Santa Fe. Algo que hace
bien y que hizo falta.
Algo que conciben los años convulsionados,
los años en movimiento, los años bulliciosos. Eso que, por definición,
aniquilan los tiempos que ponen al poder popular entre paréntesis.
“Ramal que para, ramal que cierra”, es la frase que la tercera década
infame marcó a fuego en la memoria colectiva. Pero fue mucho más que el
slogan de una época: fue el tiro de gracia a eso público que siempre
sostuvo a los muchos, mientras los pocos se hacían la fiesta.
No es
una casualidad, entonces, que en los mismos tiempos en los cuales se
intenta poner de pie a un Estado que asumió estar harto de ser el
grandote del aula del que los piolas se burlan, germinen, nazcan y
surjan ejércitos de hombres y mujeres jóvenes cuya más firme convicción
es que a un hermano jamás se lo abandona.
Pero observar la gesta
implica redoblar la responsabilidad y desde ese compromiso presentar el
interrogante: ¿esta labor, este empeño, esta extraordinaria e
inolvidable muestra de la más genuina solidaridad no tiene como
contracara la triste evidencia de todo lo que aún nos falta para que los
más básicos derechos ciudadanos estén a la altura de lo que nuestro
pueblo merece? ¿Que la reconstrucción de una casa, de una vida y un alma
azotada, debe depender menos de chicos de 15 (que conmovedoramente
entregan hasta su físico) que de la eficiencia del soporte estatal?
El silencio, el destrato y el olvido de los siempre dispuestos a
utilizar el éter, la tinta y la palabra para dinamitar en nombre de la
repregunta, algo sugiere: si la respuesta gubernamental no hubiese
estado mínimamente a la altura, el tamaño de la canallada disfrazada de
denuncia republicana hubiera dejado poco en pie.
Pero -y justamente
porque- la canallada ajena no debe ser la que otorgue medida a la vara
propia, el ir al hueso y preguntar , el averiguar y querer conocer, el
poner en cuestión para mirar más de frente no es hoy sólo necesidad,
sino una actitud de respeto ante los que no están, los que perdieron en
un instante el esfuerzo de una vida y los que no han hecho más que
inventarle horas a sus días en pos de colaborar.
Fue hace un mes.
Fue hace nada. Y en nombre de cierta coherencia y de la honestidad
intelectual que suplicamos a diario, hago el ejercicio de volver sobre
mis pasos, de releerme y de cuestionarme; de volver a situar un texto
propio para que lo juzgue más el contexto que la coyuntura apurada.
Y a riesgo de repetirme, ahí pongo a disposición:
“Barrios enteros están en el centro del temporal. El Estado en toda su dimensión está en el ojo de la historia.
El Estado que como sociedad se organiza para la sopa y el té caliente;
el Estado que como grupo se conmueve y actúa y dona y brinda su tiempo;
el Estado que como estructuras de la política tradicional se convoca
para ganarse el título de militante. Pero hay uno, un Estado
funcionarial, gestionador y administrativo que, como pocas veces antes,
está ante el desafío de demostrar que estos últimos años han empezado a
ganarle a ese andamiaje de décadas, cuyo único objetivo fue carcomer el
único esqueleto que sostiene a una República.
Hoy, la ventanilla,
el mostrador, la normativa, el empleado, la resolución, la licitación y
el expediente son la vidriera de 10 años. Tienen sobre sí el zoom de una
cámara, pero lo que importa no es eso, sino que están bajo la lupa de
un pueblo que merece, necesita que el retintín de la ineficiencia del
Estado sea parte del pasado, una cantinela de la derecha interesada y el
estribillo de la tilinguería.
No hay licencia ahora para fallar.
No hay margen. No hay permiso. Ese Estado cascoteado y golpeado tiene
ahora que levantarse y levantarnos, ponerse y ponernos de pie para
exhibir que pese a que estuvimos desbordados, la Argentina está
definitivamente sacando la cabeza.”
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